lunes, 15 de diciembre de 2014

Carlos Oscar Carrion 1949 - 2014

Adiós a un apasionado del fotoperiodismo
Uno de los profesionales con más trayectoria en Rosario. Carlos Carrión trabajó los últimos 25 años en Clarín. Fontanarrosa lo hizo protagonista de uno de sus cuentos
Por: Mauro Aguilar
Su manual de estilo no permitía tardanzas. Con él, las coberturas periodísticas comenzaban mucho antes de la hora señalada. “Dale, vayamos con tiempo así nos acomodamos bien”, era el latiguillo cada vez que había un evento programado. Si la coyuntura obligaba a correr, corría. Para llegar a tiempo, para que nada se interpusiera con la mejor toma, el mejor ángulo, el punto de luz adecuado.
Como al fútbol o la reunión con amigos, Carlos Carrión amaba tomar fotografías. Cuando tenía cita con las imágenes no se permitía desaires, demoras. Fue así hasta su última nota. El sábado falleció a los 65 años, tras padecer en los últimos meses una cruenta enfermedad.
En la calle, para sus amigos y colegas, para muchos de los entrevistados que retrató, Carrión era simplemente “El Negro”, una marca registrada que apenas contradecía la formalidad de su documento de identidad.      
Accidente en cadena en la autopista Rosario - Buenos Aires. Los hornos de ladrillo provocan un humo espeso que quita la visibilidad de los conductores - Carlos Carrión

Su ojo agudo, su cámara inquieta, retrataron para Clarín cada episodio resonante ocurrido en Rosario durante casi dos décadas y media. Se inició en el diario a comienzos de los noventa. Pero su carrera comenzó mucho antes. Publicó sus imágenes en los diarios Olé, Popular, Rosario y Democracia; en agencias nacionales e internacionales –TelAm, Diarios y Noticias (DyN), Noticias Argentinas (NA) y France Press– o en la revista Vasto Mundo, entre otras publicaciones.

Era uno de los reporteros gráficos con más extensa trayectoria en Rosario. Participó en diversas muestras anuales de reporteros gráficos argentinos. En su búsqueda artística llegó a exponer fotografías bajo un tratamiento que las asemejaba a pinturas.

Su nombre, su reconocida fama de avezado reportero gráfico, lo convirtieron incluso en protagonista de uno de los cuentos más afamados de Roberto Fontanarrosa, “La mesa de los galanes”. La pluma del escritor rosarino retrataba en ese texto a un fotógrafo de la revista “Cablemundo” al que llamó simplemente el Negro Carrión.

El relato cuenta las andanzas de un grupo de amigos que intenta, a través de las fotos tomadas por Carrión en un boliche, “desenmascarar” al Francés, un playboy que frecuentaba a los galanes y se daba crédito con sus exageradas andanzas amorosas.

Fontanarrosa, un hombre que mantenía una afectuosa relación con el Carrión de carne y hueso, lo describía en el cuento como “profesional” y “confiable”. Carlos Carrión era todo eso, sí. Y mucho más también.
Fuente: Diario Clarín

La despedida en Olé
Condolencias
El Club Atlético Rosario Central envía sus condolencias por el fallecimiento del reportero gráfico Carlos Carrión.

De presencia permanente al costado del campo de juego logró con su impronta retratar momentos inolvidables de la historia de nuestro club.

Querido por sus colegas y respetado por incentivar el arte de la fotografía.

El “Negro” un tipo inolvidable, curioso y detallista. Nuestro fuerte abrazo a familia, amigos y compañeros.
Foto: Marcelo Masuelli
Se nos fue un amigo
Por: Carlos E. Bustos, director periodístico de SuperTry
Falleció el "Negro" Carlos Carrión, nuestro fotógrafo. El hombre que retrató el rugby de nuestra región con esa pasión tan especial que pone en cada click un fotógrafo de prensa, el viejo reportero gráfico. Prácticamente hicimos carrera juntos, él poniendo el ojo en cada nota y uno tecleando esa realidad. Fueron muchos años de redacciones, de compartir experiencias, de intercambiar datos, tantos que hasta fue el fotógrafo de mi casamiento, hace ya 31 años. Se nos fue un amigo, compañero de ruta en esto de hacer periodismo.

La mesa de Los Galanes*
Por: Roberto Fontanarrosa
Al Francés lo volvieron a ver en la vereda de en­frente de El Cairo, la tarde en que Ricardo le estaba contando al Zorro sobre el día aquel en que Moreyra corrió a los putos del baño con el trapo rejilla.
—Hace mucho que no aparecía ese naipe —inte­rrumpió su relato Ricardo, estudiando la figura del Francés que estaba conversando animadamente con otro tipo, justo en la esquina del Banco Italiano—. Andaba desaparecido.
—Dejalo —se desinteresó el Zorro mientras se mordisqueaba una uña—. ¿Y, che? —apuró después, pegándole una palmadita a Ricardo en el brazo—. ¿Cómo fue lo del Negro con los trolos?
—No —insistió Ricardo— Porque antes caía tupido por acá.
—Dejalo, boludo. No le hagas fiestas que por ahí se viene. Contame lo de los trolos.
—Venía siempre.
—Ya sé, gil. Si yo también venía. ¿O no venía yo?
—Claro, antes de que te fueras a Buenos Aires.
—¿Para qué lo querés? —murmuró despectivo el Zorro, y volvió a palmearlo a Ricardo en el brazo—. Contame la del Negro que ésa es mundial.
Estaban los dos sentados en la Mesa de los Ga­lanes pero un poco antes de la hora habitual de la tertulia (las siete, las siete y media de la tarde) los dos dando la espalda a los baños, del mismo lado de la mesa, mirando hacia calle Sarmiento. Una muy buena ubicación para tener controlada la entrada de la ochava, aunque el Zorro quedaba medio tapado por la columna que estaba a su derecha. La columna donde se había colgado la foto enmarcada de la visi­ta del Nano Serrat, foto tras la cual (hasta hacía al­gún tiempo) había estado oculto el Pequeño Larousse Ilustrado que trajera Malena después de la seve­ra discusión armada una noche en derredor del sig­nificado de la palabra "frontispicio".
—¿Vos no estabas, boludo? —retomó Ricardo—. ¿O ya te habías ido para esa época?
—Ya me había ido —siguió mordisqueándose una cutícula el Zorro.
—Uy, yo creí que ya la sabías. Te acordás que el baño era una convención de putos...
El Zorro se encogió de hombros, enarcando las cejas, en una muda afirmación de su conocimiento del tema.
—Había horas en que no se podía ir. Horas pico —recordó Ricardo—. En cualquier momento te ma­noteaban el ganso...
—O había tipos con los lienzos bajados hasta los tobillos. Con el culo al aire... ¡Para mear! ¡Oíme!
—Por eso mismo, por eso mismo... Y un día el Ne­gro Moreyra se calentó, se ve que vino alguno a pro­testarle y el Negro se calentó y entro en el baño a los gritos: "¡Fuera degenerados, que vienen criaturas acá!". Y entró a darles chicotazos con el trapo rejilla...
—¡No me jodás! —se rió el Zorro.
—Meta chicotazos en el culo. Húmedo el trapo rejilla ¿viste?
—El Negro es un sueño. El Negro es maravillo­so, es para llevárselo a la casa.
—¡La desbandada de los trolos! —Ricardo se sacudía de la risa. ¡Piraron todos para la calle!
Se rieron un rato más. Ricardo volvió a estudiar al Francés, que seguía en la vereda de enfrente ha­blando con un señor bastante más grande que él.
—¿Sigue hablando pelotudeces aquél? —refle­xionó, en voz alta—. Siempre bien vestido. Buenas pilchas.
—¿Sigue en playboy, che? —preguntó el Zorro— ¿Sigue en lindo?
Ricardo frunció la nariz y tardó en contestar, cavilando.
—No sé... —dijo al fin—. Hace bastante que no lo veo. Andaba medio perdido, te digo. Antes lo solía ver más a menudo en lo del Pitu, en "Barcelona". O siempre caía por aquí con alguna minita.
—Coge para la tribuna, hermano —El Zorro reto­mó el tono despectivo.
—Ah, eso sí. Coge para los muchachos.
—Siempre te traía alguna minita para mostrár­tela, para que la vieran ¿eh? ¿Es así o no es así? La vareaba. Te la mostraba.
—En una de ésas, hasta por ahí te la ofrecía...
—¡Sí, sí! — enfatizó el Zorro—. Te la presentaba y después te decía: "En una de ésas, en un tiempito, te la enganchás vos"...
—Te abría una puerta, generoso...
—Te enseñaba el know how... ¿eh? ¿eh? El know how te enseñaba...
—Pero, ojo... —reivindicó, Ricardo—. Que el hombre ha enganchado sus buenas lobas, eh, no nos olvidemos de eso. Te cuento que la ha puesto donde no la pusieron muchos...
—Puede ser, puede ser...
—Cuando se volteó a la Graciela, me acuerdo que el Turco le decía "Francés, vení que te beso la verga"... No.. Hay que reconocerle sus méritos al hombre...
—Para la tribuna, Ricardo...
—Es que tiene su pinta, Zorro, decí la verdad. El Francés tiene su pintita, es agradable —porque no es un burro— es agradable, tiene su auto...
—Ya está medio achacado, Ricardo ¿Cuántos años tendrá el Francés?
Ricardo miró al Francés, que ya se estaba despi­diendo, a través de las ventanas que dan a Santa Fe, estudiándolo.
—Y... tendrá 45, 46...
—¡Más Ricardo! ¿O te creés que nosotros solos cum­plimos años? El Francés debe estar casi por los 51, 52...
—No creo. Pero miralo... Está bien el hijo de puta. Además, siempre bronceado, no se le han vola­do demasiado las chapas... Yo te digo, es verdad que, de última, lo he visto poco, y las dos o tres veces que lo he visto en Barcelona, lo he visto solo, solari esta­ba, pero el hombre tiene su chapa. Y con las minas, gana, gana tupido. Porque no es mal tipo, porque es educado con ellas....
—No sabe hacer la "O" ni con el culo de un vaso.
—No es un pensador, de acuerdo... No es un Marcuse... pero....
—Y está al pedo, querido. Ha estado siempre al reverendísimo pedo —casi estalló el Zorro—. Y eso es fundamental. Para las minas tenés que tener tiempo, hermano. Podés tener un coche, un depto, una lancha, una casa en la isla, pero si no tenés tiempo cagaste, hermano.
—Eso es verdad.
—Y este tipo no ha laburado en su puta vida.
—Creo que manejaba una fábrica del padre, al­go así.
—Pero de taquito la manejaba, Ricardo. Nunca hizo un sorete, hermano. Se la pasaba en el Augustus tomando copetines. Lo he visto yo.
—Ahora trabaja. Ahora alguien me dijo que, desde que se le murió el viejo, se ha tenido que poner más en serio.
—Será una exigencia del Fondo Monetario Internacional, Ricardo —se rió el Zorro—. Le dijeron al Presi, "Les abrimos las líneas de crédito si labura el Francés". Eso habrá sido. Hay que tener tiempo para dedicarse full time a las minas, Ricardito ¿O no? ¿O no?
—Vos de envidia.
El Zorro frunció la frente, honesto.
—Puede ser, puede ser. Se ha cogido algunas minas que hacían mucho ruido, lo reconozco.
—La Flaca Viviana ¿te acordás? Ésa que era modelo de Canal 3...
Ricardo miró para afuera.
—Ahí viene —anunció. El Francés cruzaba la calle entrecerrando los ojos, escrutando si adentro del boliche los muchachos estaban en la mesa de siempre.
—Miralo —dijo el Zorro—. No ve un carajo ¿No te digo? Está achacado. Dentro de dos meses lo vemos con un bastón blanco. No va a poder cruzar solo —y se puso de pie—. Me voy.
—Vos de envidia, Zorro ¿Te vas? Quédate boludo.
—No, no me lo banco. Que te cuente a vos a qué mina se cogió esta semana. Yo me voy.
Sin embargo, el Francés ya entraba por la puer­ta de la esquina y se dirigía directamente hacia la mesa, radiante, sonriente, con un traje liviano clarito, camisa a rayitas y corbata al tono. El Zorro no pudo menos que esperarlo, cambiar un par de salu­dos de rigor, decirle que lo encontraba muy bien, preguntarle si había hecho un pacto con el Diablo y luego irse por la puerta que da a Santa Fe.
—Te dejo la silla —le dijo de última, como justi­ficando su huída, aunque había más de cinco sillas libres. El Francés se sentó frente a Ricardo, no sin antes, prolijo, levantarse levemente los pantalones sobre los muslos, cosa de no arrugarlos demasiado. También hubo otro intercambio mínimo de saluta­ción y un recorrido rápido de la vista del Francés por el recinto, como para comprobar que todo seguía igual pese a su ausencia. Estaba sentado casi en la punta de su silla, la silla un tanto alejada de la mesa, acodado en el nerolite y sin soltar de su mano izquierda un par de carpetas y una agenda. Recién cuando le informó a Ricardo, "Mirá, quería hacerte una pregunta", acercó la silla y se acomodó bien de frente a él, como para quedarse. En ese mismo momento, y al igual que en las comedias livianas del teatro de entretenimiento —casi simultáneamente con la salida del Zorro por Santa Fe—, entraba el Pitufo por la puerta de la esquina. El Pitufo venía con ganas de joder y se sentó en la silla en que había estado el Zorro. Se alegró de ver al Francés pero era notorio que su intención era hincharle las bolas.
—¿Qué haces, Francés? —le dijo—. ¿Es cierto que te hiciste puto?
El Francés se rió.
—Algo de eso hay, Pitu —afirmó con la cabeza, siguiéndole el juego.
—Que te habías hecho trolo... —continuó el Pitu lentificando el ritmo de sus palabras, irónicamente serio—... que ya no se te paraba... no sé... Bah, son cosas que dicen los muchachos...
—Y... —explicó el Francés, más previsible, de buen grado pero con menos manejo del humor—. Hay que probar de todo en la vida.
—Que andabas de novio con un muchacho.
—Estoy buscando nuevas experiencias, ¿viste?
—Que te habían visto tirándole la goma a un tipo en el Parque Urquiza...
El Francés se rió y, volviendo a Ricardo, dio por terminado el momento de la joda.
—Oíme Ricardo —dijo—. ¿Vos no sabes quién es el fotógrafo de la revista de Cablemundo?
Ricardo sacó la mandíbula inferior hacia adelan­te, en signo de ignorancia.
—¿De Cablemundo?
—Sí.
—Ni idea. No. No sé... ¿Qué? ¿Tiene una revista Cablemundo?
—Sí. Tiene una de esas revistas de la farándula —asesoró el Francés—. Que saca un montón de pelotudeces. Fotos de la noche rosarina, los boliches, esas cosas...
—Sí —corroboró el Pitufo—. A mi boliche vinie­ron. A sacar fotos.
—De esas fotos que ponen —siguió el Francés—. "Menganito, Fulanito y Perenganito en la Taberna del Parque" por ejemplo.
—Ah —se enteró Ricardo—. Pero no sé quién es el fotógrafo, Francés. Deberías preguntarle a Carrión.
—¿A qué Carrión? ¿El Negro, el fotógrafo?
—Sí. Él debe saber. Acá se conocen todos.
—¿No sabés dónde lo puedo conseguir a Carrión? —el Francés aparecía ahora inopinadamente se­rio.
—¿Para qué querés un fotógrafo de esa revista, Francés? —el Pitufo se estiró hacia adelante en la mesa y quedó casi con el mentón sobre el nerolite—. A vos te convendría salir ahí, en una de ésas. Para hacerte un poco de promoción. Dicen los muchachos que en los últimos tiempos no cazas una mina ni de casualidad.
—Sí. Seguro —contestó el Francés, serio, sin dar a entender si continuaba con la broma, aproba­ba o la rechazaba de plano—¿Carrión viene por acá?
—Suele venir. Suele venir—dijo Ricardo—. Pero no viene siempre, no te puedo asegurar.
El Francés buscó en un bolsillo interior del saco, sacó una billetera, de la billetera tomó una tarjeta y se la dio a Ricardo.
—Mirá, te dejo mi tarjeta. Ahí está mi fono. Si lo ves a Carrión decile por favor que me llame. El debe saber quién es el fotógrafo de la revista— Ricardo asintió con la cabeza—. Que me llame urgente.
Ricardo y el Pitufo miraron al Francés.
—¿Es algo jodido? —se atrevió Ricardo.
—No. No —vaciló el Francés—. Un laburo que necesito darle.
—¿Para qué querés un fotógrafo, Francés? — retomó su tono zumbón el Pitu—. ¿Para sacarte una foto porno? ¿O te agarraron en un renuncio fulero? Decime... ¿Te agarraron sentándote en el pelado? Decime... ¿Te plancharon la escarapela?
—Hablando de fotos porno —se sonrió el Fran­cés, como aprovechando lo dicho por el Pitu para cambiar el rumbo de la charla—. El otro día, me voy con una mina al mueble...
El Pitufo se revolvió en su asiento y pareció acer­car aun más su cara hacia el Francés.
—Contá, contá —alentó—. Contá que me encan­tan esas cosas ¿Quién era la mina?
—Una mina —el Francés espantó una imagina­ria mosca con su mano izquierda, amparándose en una discreción quizás real—. Me voy con una mina al mueble...
—Tenés que contarnos esas cosas —lo reprendió, también irónico, Ricardo—. Acá los muchachos vivi­mos de tus hazañas. A nosotros las minas ya no nos dan más bola. Nosotros ya fuimos, Francés.
—Una mina a la que reencontré después de como diez años —siguió el Francés—. O sea que era como si fuera una mina nueva ¿Viste? Habíamos tenido nuestros tiroteos en otro tiempo, pero hacía mucho. Entonces, íbamos en auto para el mueble, pero en un plan muy ¿cómo decirte? muy civilizado. Pura charla, pura conversación...
—Nada de manoteos —aportó Ricardo.
—Ningún chupón en los semáforos —completó el Pitu.
—Nada. Nada. Como si fuéramos a hacer un trá­mite judicial, a pedir un crédito a un banco. Una cosa así. Hasta te diría que uno está como tímido en esos trances. Bueno. Digamos que hasta que llega­mos al mueble yo no le había tocado un pelo a la mina ni ella a mí. Había una especie de respeto mutuo, digamos. Una cosa elegante. Cuando ya vamos a entrar a la pieza, viene el punto ése que te cobra la habitación, le pago y yo no me doy cuenta pero el tipo, antes de irse, enciende el aparato de televisión...
—De esos telos con video.
—De ésos. Bueno... —el Francés se apretó los ojos con la punta de los dedos como queriendo hun­dirse las órbitas dentro del cráneo. —Mirá... Cuando entramos, en la televisión una mina se estaba chu­pando una poronga... —el Francés observó la super­ficie de la mesa, miró las sillas, con el ceño fruncido, como buscando algo—. Mirá no te miento —midió con las manos abiertas el ancho de la mesa—. Más o menos de este tamaño. De este tamaño, te juro. Unos 50 centímetros, no te miento....
—Ehhh... —se asombró Ricardo—. No puede ser ¿No sería una porno de Spielberg? Eso no es posible. Esos son efectos especiales.
—Son trucos. Ahora se hace cualquier cosa con la fibra de vidrio —dijo el Pitufo.
—Una cosa increíble —el Francés se comenzó a reír—. ¡Te imaginás, yo! Y la mina. Después de tanta consideración del uno hacia el otro, de tanto respe­to... Entrás y te encontrás con una cosa así...
—Además —opinó Ricardo—. Las comparacio­nes. Ahí cagaste. Porque después, cuando uno se baja los lienzos ahí la mina empieza a comparar y vos perdés como en la guerra.
—Se te cagan de risa en la cara —se rió el Pitu­fo.
—Llaman por teléfono al conserje para pedir al de la película —siguió Ricardo.
—Pero te digo —adoptó un tono suficiente el Francés— que, al final, es mejor. Porque las minas se hacen las que se escandalizan pero esas películas las vuelven locas...
—Che —presionó el Pitufo—. Contá ¿quién era la mina?
—Vos no la conocés —dijo el Francés, guiñándo­le un ojo a Ricardo— ¿Te vas a acordar, Ricardo, de decirle eso a Carrión?
—Le digo, le digo.
—Es importante ¿sabés? —El Francés tomó sus carpetas y la agenda como para levantarse. Lo detu­vo nuevamente la requisitoria del Pitufo.
—Para, Francés. Ahora en serio, fuera de joda — el Pitu había adoptado un rostro de severidad, aun­que Ricardo detectó que su afán de acicatearlo al Francés continuaba intacto—. Lo que yo te decía antes, eso de que se comentaba de que te habías vuelto marica y todo eso, era en joda.
—No me había dado cuenta —mintió el Francés mirándolo con atención.
—Pero ahora de veras. No te veo más con mi­nas, pelotudo ¿Qué pasa? ¿Te retiraste de la activi­dad? ¿Tenés más trabajo? ¿Las minas están muy ca­gadas con el asunto del Sida? ¿Qué pasa?
Una sombra de molestia atravesó la cara del Francés.
—Me muestro menos, Pitufo. Eso es todo.
—Fuera de joda, Francés. Vos sabés que acá en Rosario todo trasciende. Y me dijeron que se te ve mucho solo. Que te patearon un par de minas...
—¿Quién me pateó? —se enojó el Francés.
—Me dijeron que la Marisa. Que después la Ne­gra Fraquea te paró la chata... —esto último lo dijo el Pitufo en un hilo de voz, como con temor a decir­lo.
—Se habla mucho al pedo, Pitufo.
—Vos perdóname si te lo pregunto. Pero es un poco el comentario de los muchachos, de la noche — agregó compungido el Pitufo. Ricardo lo miraba con los labios apretados, seguro de que el Pitufo estaba disfrutando intensamente el momento.
—Se habla mucho al pedo —repitió el Francés, como si no tuviera demasiados argumentos—. Lo de Marisa ya te lo voy a contar bien algún día, cuando tenga más tiempo. En cuanto a lo de la Negra Fra­quea...
—Yo pensaba que tal vez, cuando se llega a cier­ta edad....
El Francés bufó y se revolvió en el asiento, ner­vioso. Se hizo un momento de silencio y pareció que la cosa iba a quedar así. Pero el Francés se inclinó hacia adelante, entrecerró los ojos y clavó la mirada en el Pitufo.
—¿Querés que te cuente por qué ando buscando a este fotógrafo? —le dijo adoptando un tono de voz confidencial.
—Contame. Contame.
Ricardo también se aprestó a escuchar.
—Porque me escrachó con una mina con la que yo no tenía que ser visto. Por eso lo ando buscando. Y eso fue antes de anoche.
—¿Cómo te escrachó?
—Yo estaba en un boliche. Un boliche medio de trampa que está allá por Alem al fondo. Tomando un trago con una mina. Y no me di cuenta de que al la­do mío, adelante, habían otra mina con algunas pendejas y algunos pendejos, muy chetos todos. Y era temprano, serían las once de la noche, las doce. Y en eso veo un relampagueo, un flashazo, de una foto. Primero no le di pelota pero después, calculando, me di cuenta de que desde el lugar donde estaba parado el fotógrafo la mesa mía también había salido. Y que yo y la mina estábamos ahí en la foto, seguro. Segu­ro. En un segundo plano, pero estábamos. Cuando me di cuenta salí a buscar al fotógrafo pero ya se ha­bía ido. Le pregunté al pibe dueño del boliche y me dijo que era un fotógrafo de la revista de Cablemundo. Hablé a Cablemundo y no supieron decirme. Em­pecé a buscarlo por todos lados...
—Pero Francés —titubeó el Pitufo—. ¿Y a vos qué te calienta salir en una foto? ¿Estás casado, vos?
—No, boludo. Pero la mina sí.
—Ah. El problema es la mina.
—No solo la mina, Ricardo —se puso grave, el Francés—. El marido de la mina. El marido de la mina. Es un pesado de aquellos. Estaba mezclado en el sindicalismo. Imaginate que salga la foto publica­da en la revista. Que aparezca la foto con "Fulanito y el Pendorcho García en el boliche tal, con Susanita y Menganita". Y atrás, en la penumbra, esta mina y yo de bruto atraque tomando una copa. Este tipo me caga a balazos.
—Es jodida la mano —acordó Ricardo.
—Aparte —retomó cierto aire ufano el Fran­cés—. Ese tipo me la tiene jurada porque yo ya un par de veces le afané alguna novia. Ya me dijo que me iba a matar. Y a esta mina de ahora, que es su esposa legal, la marca bien de cerca porque es una potra de novela.
—Ah...Es así la cosa —musitó el Pitufo, algo apabullado. Se hizo un silencio. El Francés se puso de pie.
—Si viene el Negro Carrión —advirtió, por últi­ma vez—. Decile que me busque, que necesito saber quién es ese fotógrafo. Que le compro la foto. El ne­gativo le compro. Pero, oíme... que no comente mu­cho el asunto —la advertencia destinada al Negro Carrión iba, implícitamente, para el Pitufo y Ricar­do.
El Francés se fue. Dos minutos después, como repitiendo el fácil recurso de las comedias de enre­dos, apareció Carrión con su pesado bolso del equipo fotográfico a cuestas. Pitufo no pudo menos que reír­se.
—Esto parece esas obras de títeres —apuntó— donde aparece un policía y le pregunta a los chicos "¿Hacia dónde fue el ladrón, chicos?"
—Y todos gritan "¡Para allá! ¡Para allá!" —com­pletó Ricardo, mientras Carrión se sentaba.
—Entonces el policía se va por un costadito del teatro —siguió el Pitufo, conocedor— y por el otro, enseguida, entra el ladrón...
—¿Qué pasa, che? — preguntó Carrión, diverti­do.
Pitufo y Ricardo le contaron. Un poco a borbotones, un poco desordenadamente, pero lo impusieron del problema.
—Soy yo el fotógrafo de Cablemundo —subrayó Carrión finalmente.
—¿Sos vos? —El Pitufo se tiró hacia atrás en su silla, a las carcajadas.
—Entonces... ¿Tenés la foto? —Ricardo no podía con su ansiedad.
—Si se la saqué, debo tenerla —Carrión levantó el bolso que habían dejado en el suelo y lo puso en una silla libre al lado suyo—. Pero yo no me acuerdo de este tipo, el Francés.
—Uno alto, boludo —lo retó el Pitufo—. Medio rubio, siempre bien vestido, que venía hace mucho.
Carrión lo miró desconcertado.
—No me acuerdo —dijo después. Y sacó un so­bre de papel manila del bolso—. Acá tengo las fotos.
—Mostrámelas que nosotros te decimos quién es —apuró Ricardo.
—Pásalas, pásalas —el Pitufo, excitadísimo, prácticamente saltaba sobre su asiento. Fueron pa­sando las fotos de mano en mano, ansiosamente. Ca­rrión, de tanto en tanto, les deslizaba el nombre del lugar en el que habían sido tomadas.
—Hay boliches donde suele estar muy oscuro — advirtió—. Y a veces el flash no alcanza para las me­sas de más atrás. Por ahí este tipo piensa que yo lo escraché y no salió absolutamente nada.
Las fotos eran una cantidad considerable y tar­daron bastante en pasarlas. Restaban solo dos o tres y, ante las puteadas del Pitufo, el Francés no apare­cía en ninguna.
—¡Aquí está! —estallaron Ricardo y el Pitufo, de pronto y al unísono—. ¡Aquí está el hijo de puta, aquí está!
Carrión torció su cuerpo como una víbora sobre la mesa, para ver la foto.
—Ah sí. Eso era en "La Bordalesa" —detalló, profesional—. A ver, déjame verlo al punto. A ver si lo conozco.
Pitufo le mostró la foto. Mostraba, efectivamen­te, un grupo juvenil, tomado de cerca, lleno de sonri­sas y pelos largos. Atrás, sobre la derecha de la foto y no suficientemente cubiertos por los protagonistas del enfoque, se veía al Francés nítido, de perfil y a una mujer que había mirado frontalmente a la cá­mara en el momento de la toma.
—Ah sí —pareció reprocharse a sí mismo, Carrión—. Más bien que lo conozco a este tipo. Un fla­co que venía acá.
—Pero la mina, boludo —urgió Ricardo—. Trae para ver quién es la mina —y le arrebató la foto. La colocó frente a él sobre la mesa y el Pitufo se le mon­tó prácticamente en un hombro. La expectativa duró siete segundos. Luego el Pitufo abrió grande los ojos, se puso de pie y gritó, señalando hacia abajo: "¡Esa es la gorda Recupero, Ricardo! ¡Ésa es la Gorda Recupero!"
—¡No! —gritó Ricardo, estupefacto pero ya al borde de la carcajada.
—¡Es la gorda Recupero, boludo, la gorda! —al Pitufo le dio un ataque de algo. Saltaba, giraba co­mo un trompo y se reía al mismo tiempo, con la voz transfigurada por la emoción.
—¡La gorda Recupero! —confirmó Ricardo, em­pezando también a reírse ante la mirada entre aten­ta y divertida de los escasos parroquianos de las otras mesas—. ¡Loco, esto no se puede creer! ¡Claro, es la gorda, está un poco distinta con el pelo corto pero es la gorda!
—¿Quién es la gorda? —Carrión contemplaba la escena con algún desconcierto. Pitufo se había vuel­to a sentar pero no cesaba de rascarse la cabeza y acomodarse el pelo, como cuando estaba muy nervio­so. Se tiró hacia adelante sobre la mesa, hacia Carrión.
—Es una gorda espantosa, Negro —lo asesoró—. Una gorda que no vale un carajo.
—¡Fea! —puntualizó Ricardo, ensañado—. Y mal bicho. Caía siempre cuando yo tenía la peña y a veces enganchaba a algún borracho, de última.
—De bigotes, Negro —continuaba, encarnizado, el Pitufo—. Te juro que tiene unos bigotitos, acá, so­bre el labio. Peluda.
—Así —gráfico Ricardo, extendiendo su mano derecha, aproximadamente a un metro con cuarenta centímetros del piso—. Una enana...
—¿Y cómo se enganchó este tipo con esta mina? —preguntó, con criterio, Carrión.
—Estaría en pedo —dijo Ricardo.
—¿Que va a estar en pedo Ricardo? —se soli­viantó, airado, el Pitufo—. Miralo, no parece en pe­do. Además, él mismo dijo que era temprano, que no eran las doce de la noche...
—Es increíble —meneó la cabeza Ricardo mi­rando la foto. Flotó un silencio absorto.
—Por eso quería recuperar el negativo Ricardo —el Pitufo, más calmo, reconstruía ahora el suceso casi recostado sobre la mesa—. Era todo un verso eso de la mina casada y del esposo que lo quería ma­tar.
—Todo verso. Todo verso. Lo que no quería era que le diéramos la cana o que alguien le diera la ca­na con ese bagre.
—¿Te imaginás si esto... —Pitufo elevó la foto como una hostia consagrada— sale publicado en esa revista? A la mierda con la fama de cogedor del Francés. Yo no pensaba que era tan macaneador este hijo de puta.
—Lo que pasa es que vos lo pinchaste, Pitu. Vos lo pinchaste...
—Con la gorda Recupero... —seguía repitiendo Pitufo, sin poder admitirlo.
—¿Y qué vas a hacer, Negro? —preguntó Ricardo a Carrión, que estaba guardando las fotos—. ¿Vas a publicarla?
—Nooo. Por supuesto que no. Total, tengo un montón. No lo vamos a cagar al hombre justamente con ésta.
—Claro, sería una maldad. Sería destruir la imagen del playboy, el ídolo de la mesa.
—No —aprobó el Pitufo—. Rompela. Sería una guachada publicarle ésa.
Carrión se levantó, echándose el bolso al hom­bro. Ricardo le alcanzó la tarjeta del Francés.
—Pero llamalo, Negro —le advirtió—. Decile que yo te di la tarjeta.
—Y no le digas que nosotros vimos las fotos — rogó el Pitufo—. Por favor no le digas.
—No. Ni loco —prometió Carrión. Y era un tipo confiable.
Ricardo y el Pitufo se quedaron en silencio. De cuando en cuando Ricardo meneaba la cabeza, se mordía los labios. Al Pitufo, cada tanto, se le dibuja­ba una sonrisa.
—¡Qué decadencia, Ricardo! ¡Qué fulero, pobre Francés!
—¿Será así nomás, che? ¿También nosotros cae­remos tan bajo?
—A mí ya me habían dicho algo, te juro. Que venía medio herido el hombre...
—Sí, pero hay que estar muy necesitado para engancharse la gorda esa.
—Un ídolo con pies de barro, Ricardo.
—No lo comentes en el boliche, hijo de puta.
—No, Ricardo. Vos sabés que yo, en esas cosas, soy muy discreto.
—Esperá que se lo cuente al Zorro ¡Uy cómo se va a poner el Zorro!
—¡A Pedrito, boludo, a Pedrito se lo tenemos que decir!
*De "La Mesa de Los Galanes y otros cuentos"
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