jueves, 17 de abril de 2014

Gabriel José de la Concordia García Márquez 1927 - 2014

El premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez falleció este jueves 17 de abril en Ciudad de México a sus 87 años, después de padecer durante varios meses problemas de salud que involucraban infecciones pulmonares y urinarias
El Nobel colombiano Gabriel García Márquez, fallecido este jueves en México a los 87 años, fue el principal exponente del realismo mágico en la literatura, pero también marcó pauta en el periodismo con su peculiar forma de contar el mundo y su empeño en formar jóvenes cronistas.
"La gran enseñanza de 'Gabo' fue enseñarnos a mirar de lado. Mirar al detalle cuando no hay nada (noticioso), eso me lo enseñó él", dijo el periodista estadounidense Jon Lee Anderson en un foro organizado en Bogotá por los 87 años del Nobel.
García Márquez hizo un periodismo "único, muy propio", con ironía y siempre muy detallista, describió Anderson, quien se confesó fanático de los primeros reportajes del Nobel.
Gabo, como cariñosamente le llamaban sus amigos y lectores, comenzó a ejercer el periodismo en Colombia en los años 1950, primero en las caribeñas Barranquilla y Cartagena, y a partir de 1954 en el diario El Espectador de Bogotá.
"En El Espectador es donde realmente el 'Gabo' periodista se vuelve el 'Gabo' reportero. Fue su primera gran experiencia como reportero, enviado especial, de persona que ya no sólo es un aprendiz de escritor que lo hace magníficamente", refirió por su parte el abogado y periodista Jaime Abello.
En su paso por El Espectador el escritor viajó dentro y fuera de Colombia y "desarrolló sus instrumentos de reportero, para ir a buscar ese cuento que es noticia y echárselo a los lectores", explicó Abello, director y creador con García Márquez de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
El actual director de ese diario, Fidel Cano, recordó el más célebre escrito de García Márquez en El Espectador: El relato de un náufrago, un trabajo publicado en 1955 en varias entregas que luego se convirtió en libro y en el que se narraba la historia de un marinero colombiano que sobrevivió al hundimiento del barco Caldas.
"Cuando llega a El Espectador ya era un relato frío, un pez muerto, porque (el marinero) ya había hablado en todas partes. Pero 'Gabo' lo recibe y sentándose con él empieza a mirar a otro lado y descubre el gran escándalo que había detrás del naufragio con el contrabando", dijo Cano.
"La excelencia literaria de ese relato es innegable, pero realmente lo que que le da el empuje a esa crónica es que empiezan a revelarse cosas", aseguró el director de este diario, del que García Márquez años después también fue columnista.
Si hay una palabra para describir la carrera periodística del Nobel es versatilidad, pues fue reportero, jefe de redacción, director, conductor de televisión, columnista y empresario.
En una etapa posterior a la de El Espectador, García Márquez viajó a Caracas donde fue jefe de redacción de la revista Venezuela Gráfica y donde trabajó también para las publicaciones Élite y Momento.
Luego, y tras el triunfo de la revolución cubana, siguió su carrera en la agencia Prensa Latina y de allí saltó a México donde trabajó en un par de revistas hasta que tuvo la visión definitiva de su obra literaria cumbre: "Cien años de Soledad", que le llevó meses de escritura diaria e incesante.
Antes de ganar el Nobel, en 1982, el colombiano volvió al periodismo con un proyecto militante de izquierda: la revista Alternativa, en los años 1970. Y ya después de recibir el máximo galardón de las letras, a fines de los 1990, probó como empresario y director en la revista Cambio Colombia y -entre 1992 y 1997- como conductor del noticiero televisivo QAP.
"En el proceso de paz del (expresidente Andrés) Pastrana (con la guerrilla de las FARC), por el año 1999, en el Caguán, creo que fue su última salida al campo a hacer reportería", recordó Abello.
En 1994, García Márquez creó la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) para promover la libertad de prensa y la formación de jóvenes cronistas y reporteros.
"Había tres o cuatro cosas que le preocupaban: una era el periodismo en sí mismo; dos, hacer algo por Colombia; tercero, tener un pretexto para volver a Cartagena; y cuarto, ensayar sus ideas sobre educación. De eso nace la Fundación", aseguró Abello.
Anderson, quien lleva 15 años como maestro de la FNPI, consideró que ésta es parte "fundamental" del legado periodístico de García Márquez .
"Él crea una escuela que todavía existe y que ha tenido una influencia importante en todo el continente. Ahora se habla del 'boom' de la crónica en América Latina (...) un tipo de periodismo que preconizó 'Gabo', que lo empujó, lo apadrinó", insistió.
García Márquez definió al periodismo como "el mejor oficio del mundo" y su vocación ha marcado al periodismo colombiano y latinoamericano.
"Impresiona que habiéndolo tenido todo en la literatura, incluido un premio Nobel, él siguiera preocupado por el periodismo y por seguir formando periodistas", dijo Cano.
La vida de Gabo, entre la imaginación y la realidad
Nacido en Aracataca el 6 de marzo de 1927, Gabriel José García Márquez creció rodeado por las historias y los cariños de sus abuelos maternos. Un coronel veterano de la guerra que lo llevó a conocer el hielo y una matrona supersticiosa incentivaron en el joven Gabo la curiosidad por lo extraordinario visto como algo natural.
En palabras de García Márquez sus abuelos, Tranquilina Iguarán Cotes y Nicolás Ricardo Márquez Mejía, "fueron mi primera y principal influencia literaria, pues me inspiraron esa forma con la que ella trataba a lo extraordinario y con la que él me servía de cordón umbilical con la historia y la realidad".
El Nobel salió de Aracataca, Magdalena, en 1940, para ser inscrito en un internado en Barranquilla. A partir de ahí comenzó a adquirir esa reputación de niño tímido, serio y muy malo para las actividades físicas. Perfil que según amigos cercanos lo acompañó hasta su vejez.
A los 13 años publicó sus primeros poemas en la revista escolar de un colegio jesuita y culminó sus estudios secundarios en 1947 en Bogotá.
Gabo entró, a petición de su padre, Gabriel Eligio García , a la escuela de leyes de la Universidad Nacional de Colombia en dónde reforzó ese interés con la idea de escribir historias que no estuvieran enmarcadas por la literatura tradicional.
Publicó su primer cuento, La tercera resignación, ese mismo año en una edición de El Espectador y continuó la carrera de leyes en la Universidad de Cartagena, en donde trabajó como reportero de El Universal. En 1950 desistió de ser abogado para dedicarse de lleno al periodismo.
Llegó a Barranquilla nuevamente y se convirtió en columnista y reportero del periódico El Heraldo. En 1954, por petición de Álvaro Mutis regresó a Bogotá y trabajó para El Espectador como reportero y crítico de cine.
Allí publicó Relato de un náufrago, en 1955, una serie de catorce crónicas sobre el naufragio del destructor A. R. C. Caldas, basándose en entrevistas con Luis Alejandro Velasco, joven marinero que sobrevivió al naufragio.
Esta publicación generó una controversia pública en el ámbito nacional cuando con su historia desacreditó la versión oficial de los acontecimientos, que habían atribuido la causa del naufragio a una tormenta y no al contrabando como se afirmó en la crónica.
García Márquez tuvo que ser enviado fuera del país, y se convirtió en corresponsal en París de El Espectador.
El Nobel y sus dos amores
Enamorado de Mercedes Barcha, la hija de un boticario de Sucre, le propuso matrimonio y en 1958 se casó en Barranquilla con la que es la mamá de sus hijos y la mujer que se convirtió en su fiel compañera de vida.
Del matrimonio García Barcha nacieron dos hombres, Rodrigo y Gonzalo, también inmersos en el mundo de las artes, el primero es cineasta y el segundo diseñador gráfico.
Desde 1961 hasta 1966 Gabo publicó El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mama Grande.
En 1967, con 40 años, Gabriel García Márquez sacó a la luz su libro Cien años de soledad, obra que se convirtió en furor mundial casi de inmediato. En una semana se vendieron 8 mil copias del libro, se hizo una nueva edición de la novela cada semana y vendió medio millón de copias en tres años.
Esta obra fue la clave del éxito para el escritor tímido y serio de un pueblito de la costa caribe colombiana. Cien años de soledad fue traducida a más de 37 idiomas y ganó más de cuatro premios internacionales.
Gabo cuenta, entre las mil anécdotas con las que ameniza las reuniones con sus amigos, que tardó 18 meses en escribir la obra que, 30 años después ha vendido 25 millones de ejemplares en todo el mundo.
El Nobel, que nunca terminó sus estudios superiores, fue condecorado por algunas universidades internacionales, como la Universidad de Columbia de Nueva York, otorgándole un doctorado honoris causa en letras. Y obtuvo reconocimientos a lo largo y ancho del planeta por su particular forma de combinar la realidad con la magia.
En 1981, regresó a Colombia para encontrarse con más enemigos de lo que había dejado. Julio César Turbay, en ese entonces presidente de la República, lo acusaba de financiar al grupo guerrillero M-19. Huyendo de estos líos, Gabo solicita asilo a México, país en el vivió hasta su último día.

"El reconocimiento es para Latinoamérica"
Para 1982, García Márquez llenó de alegría a Colombia y al continente al ser el cuarto latinoamericano, después de Gabriela Mistral, Miguel ángel Asturias y Pablo Neruda, en convertirse en Nobel de Literatura. Este reconocimiento reforzó el boom de la literatura en esta parte del mundo.
En palabras de Gabo "yo tengo la impresión de que al darme el premio han tenido en cuenta la literatura del subcontinente y me han otorgado como una forma de adjudicación de la totalidad de esta literatura".
Según la Academia Sueca este reconocimiento le fue dado, “por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”.
La vida después del Nobel
Publicó en 1985 la novela El amor en los tiempos del cólera, basada en las historias de dos parejas. La joven pareja inspirada en el amor de sus padres y la segunda, la de los ancianos, basado en una noticia que leyó en un periódico.
"Leí sobre la sobre la muerte de dos estadounidenses, de casi ochenta años de edad, que se reunían todos los años en Acapulco. Estaban en un barco y un día fueron asesinados por el barquero con sus remos. A través de su muerte, la historia de su romance en secreto se hizo conocida. Yo estaba fascinado con ella. Estaban cada uno casado con otra persona", reveló Gabo en alguna entrevista.
Desde 1986 hasta 1988, la vida del Nobel transcurrió entre México, La Habana y Cartagena de Indias. Ya en 1989, a sus 62 años, publica El general en su laberinto.
El Nobel, en 1994, junto con su hermano Jaime García Márquez y Jaime Abello Banfi, crea la Fundación Nuevo Periodismo Iberoaméricano (Fnpi) que tiene como objetivo ayudar a los periodistas novatos a aprender con grandes maestros del oficio.
Con 72 años, en 1999, el Nobel tuvo que luchar con un cáncer linfático, sobre el que se refirió en una entrevista en el periódico El Tiempo, "hoy me sorprendo yo mismo de la enorme lotería que ha sido ese tropiezo en mi vida. Por el temor de no tener tiempo para terminar los tres tomos de mis memorias y dos libros de cuentos que tenía a medias, reduje al mínimo las relaciones con mis amigos, desconecté el teléfono, cancelé los viajes y toda clase de compromisos pendientes y futuros".
En 2004 publica la novela Memoria de mis putas tristes. En 2007 regresó a Aracataca para un homenaje por sus 80 años y los 40 desde que se publicó Cien años de soledad.
En 2010 publica el que fue su último libro, Yo no vengo a decir un discurso.
El eterno Gabo, aquel que dijo que "no hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad", vivió inmerso entre la soledad reflejada en sus obras y la magia de las historias con las que desde muy pequeño tuvo contacto.
Gabo: "Su gran obra es su propia vida"
Por: Mónica Quintero
Ese día, en el viaje que Gabriel García Márquez hizo con su mamá, le dijo, como razón para su papá, que lo único que quería ser era escritor. "Y que lo voy a ser".
Todavía estaba en los veinte y en sus bolsillos pesaba más la falta de dinero, que las mismas monedas. Lo que Gabo, como muchos le decían, o Gabito, como según los más allegados, dijo, y escribió en Vivir para contarla, era casi una profecía. O no. De todas maneras ya tenía una vida que le daba para escribir.
"Su gran obra es su propia vida y creo que lo consiguió", cuenta Gustavo Arango , quien escribió el libro Un ramo de no me olvides, en el que cuenta la vida del Nobel cuando estaba joven y era periodista del diario El Universal, de Cartagena.
Su vida no era una vida de escritor del centro de la ciudad, con dinero para dedicarse a escribir. Creció con sus abuelos en Aracataca y fue a estudiar Derecho a Bogotá, aunque en el 48, por lo de Gaitán, se devolvió a Cartagena, esa ciudad de sus amores. Solo que llevaba algo más en la maleta, expresa Arango: regresaba con la idea de ser escritor. Y estaba seguro de ello.
En La Heroica se reencontró con el Caribe y con la cultura popular. En el Universal encontró a Clemente Manuel Zabala. "Ese señor -añade Gustavo- era un maestro con lápiz en mano. Se sentaba con él a pulir el estilo. Gabito había leído mucha literatura del Siglo de Oro y le abrió las puertas a otra literatura". También a que le torciera el cuello al cisne, es decir, que tratara de escribir más decantado, porque, tal vez influenciado por lo que leía, era poético y lleno de adornos.
Los días difíciles
Antes de Cien años de soledad, García Márquez era un ser que caminaba como cualquier parroquiano. Incluso aunque ya había publicado La Hojarasca, su primera novela, y La mala hora y El Coronel no tiene quien le escriba, su nombre no se conocía. Plinio Apuleyo , uno de sus amigos, lo escribió para la Revista Diners, en el 2007: "Se quedó en París, en una buhardilla de hotel, sin saber cómo iba a comer al día siguiente, pero libre de no hacer nada distinto que escribir".
Aunque el Nobel tuvo ganas, una vez, de dejarle de creer a la literatura. Trabajó de periodista en Venezuela y luego llegó a México. "Lo curioso -anota el escritor de Un ramo de no me olvides-, es que no vivía de la literatura. Trabajaba en publicidad". También fue guionista de cine. Y aunque sí escribía, sus libros no los compraba nadie. Plinio, en el mismo escrito, afirma que cuando la editorial Julliard editó El coronel, solo se vendieron 25 ejemplares.
Así que cuando ya estuvo a punto de dejar la literatura, en unas vacaciones llegó la idea de Cien años de soledad. Se acordó de Tranquilina, su abuela, y de sus historias de cuando era niño. Y ahí volvió la intención de escribir. Se encerró 16 meses a que esa idea se quedara en el papel, mientras su esposa, Mercedes Barcha , lo empeñaba casi todo. Lo último fue la licuadora, para enviar la novela a Argentina.
No fue en su tierra
García Márquez no se hizo famoso en Colombia. "Argentina -explica Gustavo- era un gran centro editorial". Y Carlos Fuentes le hizo la conexión con el país gaucho. Era la última oportunidad, hasta por las palabras, que después se han hecho famosas, de su esposa: "Solo falta que esa hijueputa novela sea mala".
En el país, sobre todo en el interior, su nombre no era conocido. Incluso, según la anécdota que recuerda Arango, una de sus hermanas, que era monja, contaba que "los libros de su hermano estaban prohibidos" por algunas palabras. Hay que pensar solo en el final de El Coronel: ¡mierda!
Así que se hizo famoso fue en Argentina. Cien años de soledad fue como un encanto que se vendió y se vendió. Y ahí empieza toda la fama, que relató Tomás Eloy Martínez en una crónica para la Revista Número: los habían invitado a Argentina y Gabo y Mercedes pasaron desapercibidos. "Dos o tres días en el más injusto anonimato".
Después vieron un Cien años de soledad en la bolsa de mercado de una mujer y "esa misma noche fuimos al teatro del Instituto Di Tella. Estrenaban, recuerdo, Los siameses, de Griselda Gambaro (...). La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó «¡Bravo!», y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: "Por su novela", dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso instante vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrador aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos vientos de luz inmunes a los estragos de los años".
La fama
Gabito fungió muchas veces de mala clase. O eso parecía. "Es una persona tímida, que parece antipática. No hay peor desgracia para una persona tímida que volverse popular", comentó el también escritor Óscar Collazos.
El mismo Gabo lo escribió en una columna para El País de España, en 1982, cuando explicaba por qué no daba conferencias o participaba en actos públicos: "No lo hago por modestia, sino por algo peor: por timidez".
Ser tímido y famoso es difícil en esas circunstancias. Sonreír todo el tiempo, firmar autógrafos. Pagar el tiempo libre a un precio muy alto. Y lo señala Arango: "la sonrisa se gasta y puede haber un momento que es impaciente".
Sin embargo, los que lo conocieron hablan de un hombre muy amable, especialmente cuando estaba en un espacio de confianza. "Es un hombre de pequeños grupos, de muy sabrosa conversación, capaz de animar la fiesta -agrega Collazos- cantando un vallenato".
Fue un tipo muy disciplinado, también fiestero y reservado en su vida personal. "Hay secretos que se van con él", apunta Collazos. Él tuvo una vida pública, pero lo que fue suyo, no fue de nadie más.

El periodista
Después de Cien años de soledad, García Márquez no volvió a ser otra cosa que escritor. Óscar Collazos recuerda que en Barcelona, cuando lo conoció mejor, por allá en la década del 70, era una figura que no se quitaba su uniforme de mecánico. Lo llevaba, "quizá porque era el pantalón con el que trabajaba". Escribía, pues.
Tampoco nunca dejó de ser periodista. Lo era en sus novelas (registraba experiencias), salvo porque no se quedaba apegado a los hechos. "La base, lo que le dio la disciplina, fue su experiencia como periodista", manifiesta Arango.
Era tan disciplinado, recuerda Nelson Freddy Padilla , hoy editor dominical de El Espectador, que no le importaba trabajar hasta las cinco o seis de la mañana. "Así fuera un parrafito, nos tenía ahí hasta la madrugada para que quedara perfecto. Eso fue en 1998, cuando García Márquez compró Cambio y cumplió, aunque por poco tiempo, el sueño de tener una revista de crónicas y reportajes.
Nelson fue un orgulloso datero. Esa noche era el coctel de reinauguración de la revista y Gabo lo llamó y le dijo que salieran por la puerta de atrás, a escribir una crónica. Y él, de la alegría, camino al periódico pisó tanto el embrague que lo quemó. Estaba emocionado de estar trabajando con el Nobel, tan emocionado que igual llegó a hacer guardia, a esperar que alzara la mano y pidiera algún dato.
De hecho, alzó la mano. Estaba escribiendo una crónica sobre Hugo Chávez y a las tres de la mañana "le dio por saber de qué color era su uniforme en un día especial". A esa hora tocó llamar a Caracas y buscar quién sabía qué uniforme vestía ese día. "Era riguroso".
Y quizá como el abuelo del Nobel lo sentaba en sus piernas, Nelson lo recuerda exactamente como "el abuelo que lo sienta a uno y le cuenta historias. Era totalmente dulce y entonces lo sentaba y le daba consejos, como un abuelo que uno siente que conoce y que sabe como funciona el libro".
Corregía mucho, preguntaba mucho, confrontaba los datos y les decía que no adjetivaran tanto. También, Nelson le heredó el amor por la lectura y la literatura. "Todo el tiempo nos decía que un periodista que quiera ser un buen escritor, tiene que leer mucha literatura".
Le gustaban los temas sociales, sobre todo los que tuvieran que ver con la realidad de la gente.
En la primera página de Vivir para contarla se lee que "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla". Gabo escribió la suya, a su manera. La otra es la de sus amigos y la de quienes leen y vuelven a leer esas páginas que escribió alguna vez.
Y aunque Gustavo Arango considera que "se habla mucho de él, pero no creo que se lean tanto sus novelas como se venden", Gabo es una leyenda. Porque solo es juntar el García más el Márquez, para saber que hay un Gabriel que le dijo una vez a su mamá, que lo que quería ser era escritor. Solo le faltó predecir, qué escritor.

El día que Gabo dirigió un noticiero de televisión
Por: Otto Gutierrez
Una mañana, el Premio Nobel de Literatura fue el jefe de los periodistas del noticiero QAP.
La sala empezó a poblarse de a poco con la llegada uno a uno de los periodistas. La reunión había comenzado como todos días con el mínimo requerido. Era una mañana común y tranquila de abril y bordeábamos las 9 y 30 entre aromáticas y tintos. Aun no llegaban las directoras y avanzábamos en los temas del día. Para ir completando el grupo entraron María Isabel y María Elvira. Tomaron un puesto y se incorporaron a la reunión en el tema en que íbamos. A la primera pausa María Elvira intervino para darnos breve y apuradamente un mensaje, como pretendiendo no alterar el orden del día. “Muchachos ahora viene Gabo” hasta ahí nadie dimensionó la frase. Continuó diciendo “él va a estar con nosotros hoy. Estará aquí en el consejo de redacción, hablará con ustedes y estará al frente del noticiero como director que es”. Ahí ya todos entendimos. Viendo la cara de cada uno se percibía que el anuncio los había enviado a la luna. Estaban ausentes aunque de cuerpo presente. Todos parecían pensar en el anuncio y no en las tareas asignadas. La pregunta que todos nos hacíamos era ¿Cómo sería Gabo de jefe? No hubo que esperar mucho para comprobarlo. Como todos los demás, entró al salón ofreciendo disculpas con su lenguaje corporal y pidiendo con gestos que continuáramos. Era difícil continuar. No se tiene un periodista y Nobel de literatura en la reunión de redacción todos los días. Gabo entró y se sentó cerca de las marías.
Sin duda la primera sorpresa era verlo de cuerpo entero. Acostumbrados a las fotos, tenerlo ahora en vivo y en directo, y moviéndose, ya era una novedad. Nuestro Nobel era un tipo bajo que no excedía los 1,67 mts. Tenía su cabello y su bigote en un mismo tono de gris. Su sonrisa era espontánea. Vestido de manera particular. Una camisa que parecía de algodón fino que sobresalía de su atuendo. Parado en unos botines café con cremalleras a los lados y con algo de plataforma y tacón. Un pantalón café oscuro con un diseño medio raro. Una pretina ancha con dos botones en el extremo para asegurarla. No usaba cinturón. Los bolsillos no eran en arcos ni diagonales sino lineales y corrían paralelos a la pretina. Eso le permitía meter sus manos hasta la mitad para exhibir la mitad de ellas dejando el pulgar por fuera. El atuendo lo completaba una chaqueta de paño en otro tono de café con una tenue línea vino tinto en su diseño. Un pañuelo azul oscuro en su bolsillo y otro de color café casi negro con estampado de rombos más claros e iluminados con puntos de tono naranja el cual estaba sutilmente colocado alrededor de su cuello.
El moderador del Consejo de redacción no se contuvo y muy contra la voluntad del nobel le dio la bienvenida. Gabo agradeció y pidió continuar. Durante los siguientes minutos el Nobel intervino un par de veces para hacer comentarios puntuales sobre las noticias a cubrir. Fue muy parco, observó y calló. Uno intuía que se moría por hablar pero como buen periodista sabía que la reunión de la mañana es sagrada y para los asuntos del día. Agotados los temas la reunión terminó como siempre. Hay que decir que se había extendido por la presencia de semejante visitante. Le habíamos dado tiempo pensando que quisiera hablar pero no fue así. La verdad es que el nobel se reservó para unas charlas uno a uno con cada reportero. Así, fue recorriendo la sala de redacción de escritorio en escritorio hablando con cada uno. Ese fue un gran momento para todos. Se le veía fascinado preguntando comentando y dirigiendo. En lo personal, apunté ese momento como el segundo de la lista para el que la universidad no me preparó. El primero había sido escribir el comienzo de una guerra como la del golfo en los 90s y este de tener a un nobel escritor y periodista como compañero. La referencia más cercana eran las anécdotas de don José Salgar y los de su generación que lo tuvieron a su cargo o de compañero. De verdad fue un gran privilegio. Pero como llegó se fue. Eso sí prometió que en la tarde regresaría, es decir habría segundo tiempo. Vendría para hacer la continuidad del noticiero QAP, el de mayor rating en Colombia en la época, revisar textos, escribir titulares etc. El día que Gabo dirigió el noticiero solo iba por la mitad.
El cumplimiento de los deberes no permitió que nos reuniéramos como un gran grupo a la hora del almuerzo. Los pocos que pudimos nos juntamos y hablamos del nuevo compañero. De ¿cómo es? De ¿qué pensaría? y de ¿cómo se sentiría entre tanta juventud y tecnología? un tipo célebre con la máquina de escribir. De alguna manera nos dábamos ánimo para la sesión de la tarde. No era poca cosa mostrarle textos al más grande para obtener su aprobación. ¿Qué tal si encuentra un error? decía uno. Otro dudaba de que en verdad fuera a hacer el trabajo de la tarde. Otro se preguntaba si el mismo que escribía a máquina y pintaba figuritas en un papel como lo hizo en la mañana, iba a escribir y titular etc. Eran muchas preguntas.
Pasadas las 3:30 pm se comenzarían a conocer las respuestas. Gabo llegó derecho a su oficina del último piso. Me mandó llamar. Me hizo algunas preguntas de cómo serían los tiempos de las rutinas de la tarde. Le expliqué los plazos de la producción. Creo que se alcanzó a preocupar y exclamó: “¿nos ira a quedar grande esta vaina?” yo sonreí y él sonrió también. “Manos a la obra!” dijo pensando que ya estaba todo para revisión. “Solo hay como tres historias en producción, lo demás se demora”, le dije. En ese momento llegaron las directoras. María Elvira preguntó ¿cómo íbamos? “Empezando” dije yo. “Ottico que vayan subiendo para no atrasarnos que Gabo hable con los periodistas y si necesitan ayuda nos llaman” dijo María Isabel.
Entregué el mensaje en redacción a los que estaban listos. Nadie quería ser el primero. Finalmente Inés María se aventuró. Era paisana, su sonrisa y su frescura eran perfectas para romper el hielo. Gabo leyó el texto, hizo un par de preguntas, cambió algo muy pequeño y se quedó hablando con ella. Ya no de la noticia sino de la vida. La arrojada periodista bajó y habló con sus colegas. Lo siguiente fue una fila para pasar a la revisión del texto. La imagen me recordó la clase de dictado en tercero elemental cuando al final había que hacer ver el texto del maestro. Con algo de temor pero más certeza todo fluyó. A cada revisión la seguía otra charla y así sucesivamente.
Para esa hora, 5 de la tarde, ya había llegado ´Carlitos´ el mensajero de la redacción, con decenas de ejemplares de cuentos y novelas de Gabo compradas de prisa en varias librerías del centro internacional. La orden impartida “vaya y compre todos los libros de Gracia Márquez que encuentre y tráigalos pero como un tiro”, se había cumplido. Para preservar ese momento habíamos decidido que un autógrafo era más sencillo e inmarcesible que una foto. La pregunta fue la misma de hace un rato. ¿Quién le dice que nos firme? Y la respuesta fue la misma ¡pues Nenané! (Inés María). Ella obediente fue, venció y volvió sonriente exhibiendo lo que Gabo dibujó y escribió de su puño y letra usando un marcador con una punta firme de espuma. Tuvo una palabra y un dibujo para cada uno. Con las periodistas fue más cálido. Con los varones fue, por supuesto, más distante. En mi libro escribió: “Para Otto con aprecio de su único jefe”. Eran tiempos de campaña política y decían que mi jefe era un candidato a la presidencia. Por eso el decidió hacer claridad.
Para este punto las emociones eran muchas. No solo habíamos tenido al Nobel como compañero de redacción sino que había revisado nuestros textos y firmado libros. A quienes no les había cambiado ni una coma presumían de su alta calidad de escritores y otros de la dedicatoria de cada ejemplar. Esta orgía emocional periodística parecía no tener final. No se sabía qué era más valioso, si el texto de la noticia sin cambios, o el autógrafo con dedicatoria ultra personalizada. Se veía que a nadie le importaba si esa noche había noticiero. Al fin de cuentas esto no pasaba a menudo y lo que fue curioso nunca más se repitió.
El tiempo cayó inevitablemente con la severidad de su puntualidad. Eran las siete de la noche y no teníamos ni la mitad de la emisión lista. Había que trabajar de prisa para recuperar el tiempo perdido por los autógrafos y las charlas. El maestro lo entendió y asumió el reto. Titulares y demás textos fluyeron rápidamente. Sobre las 8 de la noche cuando el Nobel vio la luz al final del túnel se levantó se su escritorio y dijo: “Bueno me voy. Lo que falta no lo voy a ver aquí, estas carreras son de locos. Veré el noticiero en mi casa” se despidió y se marchó.
Con su partida se terminaba una jornada muy especial en nuestras vidas. Nos sentimos privilegiados por esa aventura. Hoy todos recordamos ese día por la increíble experiencia de tener al maestro trabajando a nuestro lado en el oficio más hermoso del mundo. Después fueron muchos los días de nostalgia recordando semejante experiencia. En mi caso, de tristeza porque el libro firmado se perdió. Ahí fue cuando decidí escribir este relato para preservar la historia. Sin libro o con libro nadie me quita lo bailao. Puedo decir que fui el único productor de noticias en televisión que un día hizo un noticiero con Gabo, mi único jefe.

Gabo deja en Cuba una escuela dedicada al cine
El escritor colombiano Gabriel García Márquez, fiel a una de sus más célebres frases: "después de escribir, lo mío es el cine", deja en Cuba uno de sus más importantes proyectos, la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV).
En 1985 García Márquez dio vida en La Habana a la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) con la misión fundamental de "unificar" el nuevo cine latinoamericano y su "fomento", según explicó entonces en una de las escasas entrevistas que solía conceder.
"Es obvio que una Fundación no puede inventar un movimiento cinematográfico como lo es el del nuevo cine latinoamericano. Lo que pasa es que nosotros nos hemos dado cuenta de una cosa que es evidente. Y es que existe. Es una explosión de un cine nuevo" y "lo que estamos tratando es de impulsarlo, de introducir ese movimiento en el mercado", dijo a la revista cubana Bohemia.
La FNCL ha sido la entidad patrocinadora del centro bautizado como la "Escuela de Tres Mundos" en su acta de nacimiento en diciembre de 1986.
La escuela, su proyecto académico principal, está destinado a formar profesionales del cine, la televisión y otros medios audiovisuales.
Gabo dijo en una ocasión que su trabajo personal como presidente de la Fundación había sido "más de organización, más de pasar el sombrero, de conseguir cosas difíciles de conseguir".
A los fondos facilitados por la Fundación se unieron los donativos de personalidades, instituciones y gobiernos como el de Cuba que construyó la sede de la escuela en San Antonio de los Baños, a unos 37 kilómetros al oeste de La Habana.
A la colaboración de organismos e instituciones internacionales como la UNESCO, la Sociedad General de Autores de España y la Agencia Española de Cooperación a lo largo de estos años se han sumado las aportaciones de equipamiento técnico y profesores.
La Escuela fue planeada por "diez cabezas" que, según García Márquez, la concibieron "atípica", "no burocrática, práctica y no teórica" y su primer curso abrió con una matrícula de 260 alumnos de 25 países y un claustro de 130 profesores.
Su primer director fue el cineasta argentino Fernando Birri, quien la comparó con "una fábrica, un laboratorio y un parque de atracciones del ojo y la oreja".
Pero García Márquez, alguna vez reveló en un artículo periodístico que antes de entregarse a la escritura de la novelas que le hicieron famoso, se fue a Roma con la ilusión de "aprender la magia secreta" del guionista italiano Cesare Zavattini (1902-1989), a quien consideraba junto a Vittorio de Sicca, "las dos mayores estrellas del neorrealismo".
Quizás esa experiencia fue la que lo llevó a reconocer al guión de una película como "la prueba de fuego de la letra escrita" y ese recuerdo lo llevó a impartir en la Escuela de San Antonio de los Baños el taller que tituló "Cómo contar un cuento".
Durante dos semanas, el autor de "Cien años de soledad" y "El amor en los tiempos del cólera" fue el profesor de un selecto grupo de estudiantes con los que elaboraba la estructura dramática, discutía la idea, trabajaba la sinopsis, el argumento y los personajes de sus proyectos de guiones.
Hasta el año 2009, el novelista mantuvo ese espacio en las aulas del centro docente por el que han pasado personalidades del cine como los estadounidenses Francis Ford Coppola, Robert Redford, George Lucas, el francés Constantin Costa Gavras, el húngaro Istvan Szabo y el bosnio Emir Kusturica, entre otros.
Este año, la EICTV cumple 25 años con un registro de 744 graduados, los 38 de este verano procedentes de 18 países de Asia, África y América Latina, especializados en dirección, documental, guión, edición fotografía, sonido y producción.
Es la graduación número veinte, fruto de un proyecto que según sus promotores ha consolidado la formación de jóvenes cineastas procedentes de Brasil, Nicaragua, Chile, Venezuela, Panamá, República Dominicana, Argentina, Portugal, España, Reino Unido, Italia y Francia, entre otros países.
En una de esas graduaciones a la que asistió, García Márquez manifestó "satisfacción" porque "la inmensa mayoría de los que han salido de la Escuela están trabajando en cine o televisión, no son desertores, no han renunciado, de manera que algo les hemos inculcado".

El reportero
Antes de ser conocido como escritor, García Márquez había sido el cronista estrella de 'El Espectador' yuno de los periodistas más importantes del país
Por José Salgar*
Durante los 18 meses que trabajó en ‘El Espectador’, García Márquez tuvo dos vidas. Durante el día era un reportero enérgico y disciplinado que que se vestia de saco y corbata. En las noches, ya vestido con su camisa de colores, se iba de parranda con sus amigos a oír vallenatos.
Hay una línea directa entre el Gabo que llegó a El Espectador y comenzó a transformar el periodismo de entonces, y el Gabo de hoy, que sigue en su tarea de guiar a nuevos profesionales en géneros de comunicación adaptados al instante y al futuro. En aquel 1953 el joven caribeño, ya con buena formación literaria adquirida en Zipaquirá, Bogotá y Cartagena, entró a trabajar como reportero a una acalorada redacción de otros jóvenes, poco mayores que él, convencidos de estar haciendo el mejor diario del mundo.
En sus memorias dice que encontró obstáculos, pero fue al contrario. Con su desaforada imaginación y su esforzada disciplina entró, como los toreros, a templar y a mandar. Estaba en la mitad de dos tendencias, la de creación literaria, encabezada por Eduardo Zalamea Borda, y la del periodismo de choque del jefe de redacción y los reporteros angustiados por la inmediatez y la verdad. Gabo, con el pretexto de torcerle el cuello al cisne, convenció a los Cano, dueños y directores del diario, de la importancia de fusionar literatura y periodismo. Su máxima demostración fue la de convertir la noticia muerta de un náufrago que al salvarse habló más de la cuenta, en una joya de nuevo periodismo. En 18 meses de duro trabajo en aquella redacción, Gabo puso en plataforma el realismo mágico y los malabarismos idiomáticos que lo llevaron al premio Nobel, después de casarse con Mercedes.
García Márquez describe en Vivir para contarla sus primeros días de aprendiz de reportería en El Espectador como de una tensión diaria insostenible, en los que el éxito inicial de los reportajes en serie "nos obligaba a buscar pienso para alimentar a una fiera insaciable" y a encontrar temas que siempre estuvieran amenazados por "los encantos de la ficción".
En ese momento yo llevaba 20 años de trabajar en el periódico, de ellos 10 como jefe de redacción, y Gabo entraba a su primer puesto en un diario de la capital y con un sueldo de 900 pesos mensuales. Esa suma se consideraba alta, pero el gerente Luis Gabriel Cano la fijó cuando su padre, don Gabriel, le sugirió ayudar a ese muchacho costeño "tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina".
Gabo alternaba dos personalidades diferentes: como en esa Bogotá apenas estaba comenzando a entrar la música costeña, se reunía con sus coterráneos en parrandas en las que abundaban los vallenatos, el ron y las camisas de colorines. Pero a su trabajo en la redacción llegaba enguayabado pero elegante, con corbata y traje oscuro. Hacía poco había dado un gran paso, cuando Álvaro Mutis lo preparó en Barranquilla para que fuera a Bogotá a conocer el periódico de sus amigos los Cano. Gabo daba como excusa para no viajar la de que no tenía vestido de cachaco. Mutis le entregó un dinero, como pago por dos cuentos que había escrito para la revista de la Esso, y con una condición: que no lo gastara con sus amigos de La Cueva sino en una sastrería que le vendió un traje de tierra fría, con saco cruzado.
La tensión de que habla Gabo en sus memorias se debía a "un estado de vicio que no nos permitía a los dos un instante de paz ni en los reposos del domingo". Había que cumplir con la materia invariable del oficio en la redacción, que era decir la verdad y nada más que la verdad, pero a la vez dar primero las 'chivas' y descubrir las formas de contar el cuento mejor que los demás.
Así llegó un fin de semana, en 1956, cuando había pocas noticias, entre ellas una que nos obsesionó: el papa Pío XII sufría un ataque de hipo y los médicos decían que si no se le quitaba, podía morir. Decidimos, sin contarle a nadie más, hacer de cuenta que el Papa iba a morir de hipo. Para nosotros la noticia no era que moría el Papa y había que hacer referencia a cosas obvias, como su política frente a Hitler en la Guerra Mundial o frente al holocausto de los judíos. Para montar algo original, algo que superara los torrentes de lugares comunes que se dicen "en la muerte de un obispo", lo importante para nosotros era el hipo. Gabo recordó P&O, el cuento magistral de Somerset Maugham, cuyo protagonista murió en mitad del océano Índico de un ataque de hipo que lo agotó en cinco días mientras del mundo entero le llegaban recetas extravagantes.
Organizamos ese sábado, de carrera, una edición extraordinaria de cuatro páginas y acordamos entrar en vigilia para esperar el momento en que el Papa muriera de hipo. El periodismo radial y de televisión apenas comenzaba, y los noticieros tenían horas fijas o adelantos breves para las primicias. Para matar el tiempo, nos fuimos a pasear en automóvil con el radio encendido por la sabana de Bogotá.
Otra transformación en la vida del joven Gabo en esos días fue la de su concepto sobre Bogotá, que partió de la estampa de ciudad fúnebre, lluviosa y vestida de negro cuando vino por primera vez a estudiar y aterrizó en Zipaquirá. Aquel fin de semana, ya como ensayista literario de éxito y con oficio fijo como periodista, conoció otra Bogotá y otra sabana. Años más tarde, en 1983, en una crónica de nuestros recuerdos, publiqué la siguiente frase que me dijo Gabo: "Lo único que me ha hecho dudar que la sabana de Bogotá sea lo más bello del mundo es el mar en algunos lugares. ¡Para que te lo diga yo!".
Regresemos al Papa que moría de hipo. Pasó ese sábado, llegó el domingo y no se moría. Nos quedó más tiempo para llegar a las tienditas sabaneras de golosinas, conversar con los campesinos, buscar otras historias. En la noche pasó casi inadvertida la noticia de que al Papa le había cesado el ataque de hipo.
Lo mismo nos pasó otras veces con el lánguido final de historias muy preparadas pero inconclusas o impublicables, que terminaron en la canasta de la basura y con una exclamación propia de nuestro argot:
-"¡Se nos enmochiló la chiva!".
*Periodista. Por varias décadas se desempeñó como jefe de redacción del periódico El Espectador, donde comenzó a trabajar cuando tenía 13 años (1934). En dos ocasiones se desempeñó como director encargado del periódico

El amante del cine
En la vida de García Márquez el cine ocupa el mismo nivel de importancia que la literatura, pero sus novelas no funcionan cuando se llevan a la pantalla.
Por: Miguel Littin*
Muchos años después, detrás de una cámara de cine, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar el remoto día en que junto a un grupo de amigos imprimió las imágenes de la primera película de su vida: Un cometa que se eleva buscando el horizonte. "Algunos dicen que toda esta vaina comenzó con esa filmación", me dijo un día en que le comenté sobre el cortometraje que había realizado en aquel tiempo lejano de la adolescencia.
La leyenda cuenta que un día se lanzó sobre el capó de un automóvil que transportaba a Vittorio de Sica a las puertas de Cinecittá, en Roma, cuando era estudiante de cine. El hecho cierto es que la vida del Nobel estuvo siempre ligada a la ilusión fantasmagórica que proyecta el cine. Sin embargo, paradójicamente, los resultados de sus novelas llevadas al celuloide son, sin duda, la crónica de una infidelidad anunciada. La razón es tan transparente como paradojal y misteriosa.
¿Acaso alguien duda de que sus novelas son páginas de guiones imposibles de filmar porque ya son películas en sí mismas? ¿Cómo repetir el encanto y la maravilla de Remedios la Bella subiendo en cuerpo y alma hacia los cielos, imagen descrita con precisión de orfebre, pero que cada uno la imagina como quiere? ¿Qué actor tiene el rostro del general Aureliano Buendía? ¿De qué tamaño son los pescaditos de oro o el volumen de la Mama Grande y la extensión de sus dominios? Tan exacta proyección de imágenes y misteriosas sugerencias me han llevado a concluir que todo filme acerca de su obra no es sino una aproximación, un deslavado retrato de la película que ya Gabriel filmó cuando llenaba las páginas en blanco, pantalla al fin y al cabo, con imágenes y palabras que han colmado de felicidad a generaciones de lectores. De allí que sus amigos entendamos que Gabo sea tan reacio a que sus historias literarias sean trasformadas en imágenes inflexibles; visión ajena al fin de cuentas. El cineasta brasileño Glauber Rocha, "el mas bello cometa del universo del cine latinoamericano", ya se lo había planteado: "Como tu obra es imposible de resumir en una película, iré robándote escenas y las incorporaré en lo que filme cuantas veces pueda hacerlo".
En los años 50 la pasión por el cine llevó a Gabo a instalarse en México, principal centro de producción cinematográfica en aquella época. Allí trabajó junto al joven Arturo Ripstein en la adaptación de Tiempo de morir,que años mas tarde rodó nuevamente Jorge Alí Triana. Así mismo, en colaboración con Carlos Fuentes, escribió el guión de El gallo de Oro, que dirigiera Roberto Gavaldon, sin que nadie en este mundo sospechara que ese título entraría para siempre en la memoria de miles de amantes del cine. Y si bien sostengo la casi imposibilidad de transferir de un medio a otro ese universo increíble -mezcla, como se ha dicho, de realidad y maravilla-, también afirmo que es diferente el destino de las historias pensadas de antemano para ser trasladadas a la pantalla. María de mi Corazón, de Jaime Humberto Hermosillo, por ejemplo, es un filme muy bello y preñado de sugerencias; transparente, liviano de estructura, dotado de una maravillosa cotidianidad. Así mismo, Milagro en Roma, de Lisandro Duque, narra con suave fragilidad el milagro de la niña Santa. En cualquier caso, amo todos los filmes de Gabo y sobre todo las circunstancia en que fueron realizadas. Valga como ejemplo lo que me contara Mercedes en medio de grandes risas: "Dicen que cuando Fernando Birri asolaba las playas del Caribe mientras filmaba 'Un señor muy viejo con unas alas enormes', los niños corrían asustados a esconderse tras las faldas de sus madres, frente al extraño espectáculo de un pájaro que parecía hombre o de un hombre con leve semejanza a un pájaro".
Fue en los años 70, un año más tarde del golpe militar que asoló a Chile, cuando conocí a Gabo personalmente en el café Cluny, en la mítica esquina de Saint Germain con Saint Michel, en la tarde de un París estremecido por protestas estudiantiles. "Que ciudad tan bulliciosa", exclamó Mercedes. Fue después de ver mi película La tierra prometida que me atreví a proponerle que filmáramos Cien años de soledad. Gabo me miró desde la distancia y acercándose me respondió: "Lee la viuda de Montiel y si te gusta, bien, y si no, te chingas", y se alejó entre la multitud de estudiantes que colmaban las calles utópicas de ese París tan lejano en la memoria. "Nos vemos en México el próximo mes", fue lo último que le escuché decir. "Si se hubieran conocido con el presidente Allende habrían sido grandes amigos", pensé. "Sin duda", me respondió Ely, la compañera de mi vida, que ha leído mis pensamientos desde siempre.
Tiempo después nos encontramos frente a frente, ahora en su escritorio de su casa en México. "Muéstrame el guión", me dijo, y yo extendí frente a sus asombrados ojos dos libretas abiertas con sus páginas en blanco. "Este es el guión, le respondí, y agregué: Cuando murió José Montiel todo el pueblo se sintió vengado menos su viuda, ese es el guión. Es la primera frase del cuento y lo escribiste hace tiempo".
* Cineasta chileno. Su experiencia inspiró a Gabriel García Márquez a escribir el libro Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile en 1986. Littin había huido de Chile cuando el golpe de Estado de Augusto Pinochet y regresó clandestinamente 12 años después a realizar un documental sobre la vida durante la dictadura. Entre sus películas se encuentran La última luna (2005), La viuda de Montiel (1979) y El chacal de Nahueltoro (1969). Ha sido nominado al los premios Oscar en dos ocasiones en la categoría de mejor película extranjera

El hermano
Sólo hay una forma de definir a Gabito: es el ser más generoso que he conocido
Por: Jaime García Márquez*
Recuerdo que aquel noviembre de 1946 -no preciso el día exacto- me pusieron sobre la mesa del comedor. Tenía 6 años. Mi cara quedó cerca de otra, la de un joven con bigotes y sonrisa de oreja a oreja, que me dijo: "Jimi, cántame la lotería". Era mi hermano Gabriel, 13 años mayor que yo. Reconocí su voz, que me pedía remedar a un personaje carnavalesco que imitaba al señor que sacaba las fichas de la lotería, con histrionismo y ademanes femeninos, apretando la bolsa contra el pecho. Gabito acababa de llegar de Bogotá y mi casa, ubicada cerca al muelle en Sucre (en esos días población de Bolívar), estaba de fiesta.
Hoy, todos estos recuerdos nostálgicos se apilan. El mundo cambió y el joven se volvió un escritor famoso, gracias a su disciplina, a su dominio de la lengua, al intuitivo conocimiento del alma; todo unido a su narrativa cautivadora, aprendida, según él, de nuestros abuelos. La última época que vivimos bajo el mismo techo fue en febrero de 1951, cuando se trasladó la familia completa a Cartagena.
Desde entonces le seguí el rastro por todo el mundo a través de sus escritos, que competían con mis lecturas de El llanero solitario y Tarzán. En 1960, cuando dirigía la Agencia de Prensa Latina en Bogotá, Gabito intervino a favor de 130 excursionistas del Liceo de Bolívar que nos encontrábamos sin alojamiento en el Parque de los Periodistas. En esa ocasión me llevó a que me hicieran un Romano, un vestido de corte italiano que, según él, era el apropiado para mi cuerpo. Ese fue su regalo por mi grado de bachillerato.
El Festival de Cine de Cartagena sirvió para reencontrarlo con su familia y con La Heroica. En la versión de 1966, Gabito vino con la delegación de México a presentar la película Tiempo de morir, con guión suyo. Ese mismo año Gabito me encomendó una investigación para un libro que escribía. Con el cuestionario adjunto había una extensa carta donde dejaba ver su preocupación por la suerte del país, por su familia, y me hacía recomendaciones muy precisas sobre el camino que debía seguir en el ejercicio de mi carrera, ingeniería civil. El libro, por supuesto, era Cien años de soledad.
Gabito siempre quiso desbravarme ese miedo atávico que sufro por los aviones. En 1990 hizo una reserva en el restaurante neoyorquino en el que Woody Allen toca su saxofón y, bajo el pretexto de reunirnos con el director de cine, logró que tomara un vuelo. Antes me había invitado a Europa con el argumento fallido de ver mi mirada mientras caía la nieve en París. En abril de 2001, Eligio, mi hermano menor, me recordó que en 1983 proyectaba irme a Los Ángeles a operarme un tumor, por gestión de Gabito. Pero unos exámenes previos, hechos en Bogotá, arrojaron un diagnóstico que me evitó meterme en ese temido aparato.
Cuando alguien le pregunta cuál sería la mejor manera de mostrarle su gratitud, siempre responde lo mismo: "Que no se sepa". Hace 25 años, a raíz del premio Nobel, le preguntaron a mi mamá cuál era el rasgo más sobresaliente de su hijo. Ella, que siempre estaba a la caza de una oportunidad para decir lo que quería, respondió en forma contundente: "¡Su generosidad!".
*Ingeniero civil
Amigo de los amigos
Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: “Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso”
Por: Carlos Fuentes*
En sus memorias, La paja y el grano, Mitterrand recuerda que fue otro queridísimo amigo común, Pablo Neruda, quien le dijo: “Lea inmediatamente ‘Cien años de soledad’. Es la más bella novela producida por la América Latina desde la pasada guerra”. Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: “Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso”. Con William Styron, Arthur Miller y García Márquez asistía a la rumbosa toma de posesión del presidente Mitterrand en mayo de 1981. Durante el almuerzo de Estado en el Elíseo, el nuevo Presidente nos pidió que lo acompañáramos a su despacho a fin de atestiguar su primer acto de gobierno: firmar sendos decretos otorgándoles la nacionalidad francesa a Milan Kundera y a Julio Cortázar, ambos exiliados por las dictaduras, comunista la de Praga, fascista la de Buenos Aires. La cultura literaria de un Presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou, siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un Presidente de Estados Unidos lea libros. Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vineyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que él sí había leído el Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro, porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros, y sin embargo –oh, Mallarmé–, no está triste. Digo que amigos y enemigos literarios Gabo y yo hemos tenido –no siempre compartido– muchos. Pero mirando nuestra vida de capítulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor o mejor dicho un escritor amigo de ambos al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cortázar, y creo que ni Gabo ni yo seríamos lo que somos o lo que aún quisiéramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cortázar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local. “Las Malvinas son argentinas, solía decir. Los desaparecidos también”. Lo había leído todo, visto todo, sólo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurrió en el tren París-Praga en diciembre de 1968. Íbamos invitados por Kundera a mantener la ficción –es decir, la esperanza– de una cultura checa independiente en un país rodeado de tanques soviéticos. Cortázar fue hilvanando temas como un cuentista árabe de la plaza de Marrakech. Recordó todas las novelas que sucedían en trenes, en seguida las películas en trenes, y por último, a partir del swing de Glenn Miller, el ritmo de locomotora del jazz y, en particular, una memoria asombrosa, la relación entre el jazz y el piano... Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estación Kundera, que nos llevó a Gabo y a mí a un sauna y, cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al río Ultava y nos empujó, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del río: “Por un instante, Carlos, creí que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka”.
*Carlos Fuentes (México, 1928). Autor de La muerte de Artemio Cruz, Gringo Viejo

La obsesión del poder
Gabriel García Márquez ha sostenido a lo largo de su vida relaciones estrechas con importantes gobernantes del mundo y de Colombia
García Márquez sostiene que la persona que de verdad le habla al oido a Fidel Castro es Mercedes, su esposa. Foto: Rodrigo Castaño.
Por: Antonio Caballero*
Todo el mundo ha leído Cien años de soledad, claro está. Yo también. Pero en mi opinión el mejor libro de Gabriel García Márquez, el más hondo y el más importante, es El otoño del patriarca; la gran novela de la obsesión del poder.
Obsesión del autor. Literaria, y personal. Es verdad que para un escritor lo literario es tal vez lo más importante de todo, pero no creo estar cometiendo aquí un pleonasmo: por literario entiendo en este caso lo más íntimo, y por personal lo referido a las relaciones con otros. A García Márquez no le ha interesado el poder para sí, como tentó al venezolano Rómulo Gallegos, o al peruano Mario Vargas Llosa o al chileno Pablo Neruda, que quiso ser (y fue) candidato a la de Chile. Hasta a un lírico trémulo como José Asunción Silva se le escapó en su novela De sobremesa el más prosaico sueño despierto de todos los colombianos: ser Presidente de Colombia. A García Márquez nunca le ha interesado la política activa, salvo entre bambalinas: por interpuesta persona.
Por la persona de los hombres del poder, que lo obsesionan y fascinan. Siempre ha buscado su cercanía, o se ha dejado de buena gana buscar por ellos.
Por Fidel Castro, para empezar. Es famosa la amistad de los dos, que les ha durado media vida. Y Fidel es la más acabada encarnación, en la escala modesta de su isla, del poder absoluto y eterno: el de un patriarca amado y temido, comandante y a la vez compañero y a la vez presidente del consejo de ministros, que lleva en el poder toda la vida y está dispuesto a conservarlo más allá de la muerte. "Atado y bien atado", como decía con su vocecita de soprano el generalísimo Franco, en cuya España detenida en el tiempo se instaló García Márquez durante los años de composición de El Otoño. (El patriarca local murió seis meses después de publicado el libro).
Al lado de esa larga relación con Fidel Castro hay otras más fugaces, como la que tuvo García Márquez con Bill Clinton, presidente de los Estados Unidos: una simple cena en la que hablaron de literatura; o con el de la Bulgaria comunista, el dictador vitalicio Todor Yikov, que lo condecoró, o algo por el estilo. Y amistades más serias: con el presidente del gobierno español Felipe González , o con el varias veces presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, o con el de Francia Francois Mitterrand (si acaso era posible tener amistad con Mitterrand, ese busto escultórico autovaciado en yeso). O con todos los presidentes del PRI mexicano de varios sexenios sucesivos, que gozaban del poder omnímodo y semidivino de los emperadores aztecas. (Un inciso personal: una noche en México fui invitado a cenar a casa de García Márquez, con el entonces presidente Carlos Salinas de Cortari; éramos media docena de personas; los mexicanos presentes, para dirigirle la palabra a Salinas, se ponían de pie). O con el general Omar Torrijos, 'hombre fuerte' de Panamá. (Otro inciso: García Márquez me llevó a la casa que tenía el general en Farallón, sobre el Pacífico, a una fiesta con música y mujeres desnudas y trago y coroneles de la Guardia; al amanecer se retiró Torrijos con todas la mujeres; los coroneles se fueron abrazados a los músicos; nos quedamos solos García Márquez y yo; nos fuimos a dormir).
También ha sido amigo García Márquez de todos y cada uno de los ex presidentes de Colombia, desde Alberto Lleras, para cuyas memorias inconclusas y póstumas escribió un prólogo, hasta Andrés Pastrana, con cuyo gobierno prometió colaborar, aunque no sé si de verdad lo hizo. Salvo de uno, Julio César Turbay, que lo obligó a pedir asilo diplomático en los tiempos aciagos del estatuto de seguridad. Habrá tenido con ellos, me imagino, algunas decepciones, aunque nunca ha hablado de ellas. Lo propio del poder, visto de cerca, es ser decepcionante.
El otoño del patriarca, la gran novela de la obsesión de poder de García Márquez, termina mal. No quiero decir con esto que le falte un "happy end" sino, por el contrario, que lo tiene. Es un libro que no sabe terminar, porque el poder nunca termina. Y entonces el autor se saca de la manga para el remate de su última frase interminable -porque no sabe ni puede terminar- esta última flor de esperanza:
"...la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado".
Lo cual es falso.
*Escritor, caricaturista y columnista de la revista Semana

El Nobel
García Márquez no fue solo a Estocolmo. Lo acompañaron sus mejores amigos
Durante los eventos conmemorativos de los premios Nobel, sus amigos disfrutaron como pocos. Foto: El Tiempo
Por: Gonzalo Mallarino*
Cuando García Márquez recibió el premio Nobel de Literatura nosotros fuimos hasta allá a acompañarlo. Fuimos muchos. A él nos lo encontramos en Madrid, cuando comenzaba el viaje. Estaba contento. Alborozado como si fueran a empezar unas buenas fiestas. Unas parrandas con juglares y comilona y baile. Estaba contento Gabo. Y nosotros también. Él se dio cuenta. "Ustedes felices, ¿no?, nos dijo, como al que le toca torear es a mí". Y se reía otra vez.
Allá en Estocolmo pasaron todas esas cosas que ustedes ya saben. Lo del acto en la Academia con ese discurso tan conmovedor de Gabo. Antecitos nosotros, mi padre y yo, le ayudamos a ponerse el corbatín porque él no logró hacerlo. Y al otro día, la entrega del premio en el Teatro de la Ópera. Gabo sereno. Y la reina brasileña que miraba todo en silencio y tenía la piel y los ojos tan bellos. Después del acto dieron ese banquete tan elegante. Se sentaron más de 200 personas. Y después la fiesta nuestra en la suite de Gabo. En el Grand Hotel. Delante de ese lago oscuro.
Y los otros días los colombianos en la nieve. Cantando. Tocando el acordeón. Tiritando y bebiendo ese aire de burbujas congeladas. Leonor cantando esas cosas tan bellas y tan tristes. Y Totó bailando y derritiendo con su cuerpo los carámbanos. Creo que estaban los dos Zuleta. ¿O sólo uno? Y la Cacica. Ella sí. A nosotros nos gustaba oírla hablar y decir vainas. Qué sonrisa tan bonita que tenía. Cómo le brillaban los ojos.
En fin. Esa fiesta se acabó. Ahora nos acordamos de la cara de desasosiego de Mutis en el comedor. La última noche. Porque se le derramó en el mantel blanquísimo la copa de vino español que se estaba tomando. Quedó ahí el vino. Manchando el mantel. Los tres nos dimos cuenta de que el alborozo había terminado. De que ya nos teníamos que ir.
Después del Nobel Gabo volvió algunas veces a Bogotá. Pero no tantas como nosotros queríamos. Él ya vivía en México hacía años pero volvía porque lo estábamos esperando. Porque lo echábamos en falta. Y él quería que conversáramos y nos viéramos en las casas y con las familias. Estábamos esperándolo y él siempre trataba de venir.
Gabo es tal vez el escritor en castellano más grande del siglo XX. Y es el colombiano más célebre que haya habido nunca. Pero por todo eso que pasó ya no lo vemos tanto. Y no nos curamos de eso. Nos hace falta Gabo.
*Escritor y poeta colombiano. Es autor de la trilogía Bogotá compuesta por Segunda costumbre, Delante de ellas y Los otros y Adelaida, publicadas por la editorial Alfaguara. Mallarino es hijo del publicista Gonzalo Mallarino Flores, amigo cercano a Gabo, motivo por el cual formó parte de la comitiva que asistió a Estocolmo.
El cronista
Una noche de 1999, García Márquez , en calidad de entrevistado,abrió una puerta de su vida para que un colega pudiera escribir un buen perfil sobre él
Por: Jon Lee Anderson*
En la noche del 2 de mayo de 1999, sentado en una cómoda alcoba en su apartamento en Bogotá, debajo de un imponente cuadro en blanco y negro de Botero, Gabriel García Márquez recibió una llamada de un íntimo amigo suyo. Era Jorge Ritter, el entonces canciller panameño. Ese día se habían celebrado elecciones en Panamá y ya estaban en el proceso de conteo de votos. Ritter pertenecía al partido oficial de centro-izquierda que Gabo apoyaba y que tenía como candidato presidencial a Martín Torrijos, hijo de su fallecido gran amigo el general Omar Torrijos. La rival era Mireya Moscoso, populista de derecha y viuda del tres veces presidente Arnulfo Arias.
Martín Torrijos era un joven de 35 años, moderado y amable, sin mucha experiencia gubernamental; había estudiado ciencias políticas y economía en una universidad de Texas y había fungido como viceministro de Seguridad en el gobierno saliente. Moscoso, cincuentona y contando, era ama de casa y poseedora de un título en diseño de interiores de la Miami-Dade Community College. Ninguno, en realidad, estaba capacitado para asumir la Presidencia de su país; el sello que los distinguía era estar relacionados con dos figuras históricas del poder panameño. De todos modos, para Gabo Martín Torrijos era infinitamente mejor que Moscoso. Tenía la ventaja de ser joven y de poder crecer en el cargo. A eso se sumaba que era Torrijos.
Esa noche, en Bogotá, yo había acudido al apartamento de García Márquez para entrevistarlo. Estaba armando un perfil suyo para la revista The New Yorker y él me estaba colaborando. El mes anterior, en Barcelona, habíamos comenzado nuestras pláticas con tres sesiones iniciales. Pasado un par de semanas yo había viajado a Colombia para ahondar más en su vida.
Después de la primera llamada de Ritter seguimos con nuestra charla, pero el Canciller interrumpía cada media hora para mantener a Gabo al tanto de lo que sucedía. Cuando sonaba el teléfono, Gabo siempre lo recogía con alacridad. Para compartir los resultados conmigo repetía en voz alta lo que le decía Ritter. Las interrupciones, en realidad, me venían muy bien porque justamente lo que más me interesaba conocer era el quehacer político de Gabo quien, aparte de su amistad con Torrijos, era el íntimo de Fidel Castro, de varios Presidentes colombianos, y muchos más. Hacía un par de años, había entablado también una amistad cercana con Bill Clinton.
Pasaron las horas. Todo indicaba que Torrijos iba a perder. Gabo me habló con nostalgia sobre Omar Torrijos, de negociaciones secretas en las que los dos habían participado durante la revolución sandinista y también habló de otras misiones que asumió y mensajes que llevó entre diferentes lideres de la región para tratar de resolver el conflicto colombiano.
Cerca de la medianoche Ritter llamó de nuevo. Gabo le habló escuetamente y colgó. Con tono resignado me informó que ya no quedaba ninguna duda de que Mireya Moscoso saldría ganadora.
Ya era tarde, era hora de irme. De regreso a mi hotel tenía la sensación de que Gabo amablemente se había hecho cómplice de mi pesquisa sobre él. El haberme incluido en las llamadas de Ritter había tenido el efecto de acercarme a su mundo político, que habitualmente mantenía reservado. Como periodista nato, Gabo entendía, estoy seguro, que para hacer un perfil de rigor como el que yo estaba construyendo tenía que incluir algo más que su historia contada y el still life de nuestras entrevistas. Para funcionar bien, tenía además que poseer movimiento, anclarse en la realidad de ese momento e impartir cierto drama a través de la resolución de algún problema, o sea, 'crónica'. Lo resolvió con generosa y discreta maestría, compartiendo conmigo su noche de suspenso ante la derrota por goteo de Martín Torrijos.
*Periodista. Escribe periódicamente en la revista The New Yorker para la que ha cubierto los principales conflictos de las últimas décadas. Entre sus libros se encuentran La Caída de Bagdad, La tumba del León y la biografía Che Guevara: una vida revolucionaria

La mejor lectura
"Abrir uno de sus libros (de Gabo) siempre es irse de viaje, olvidarse de esta supuesta realidad, volver a ese sitio de donde salen todas sus cosas"
Por: Rodrigo Fresán*
García Márquez me enseñó con su ejemplo que se puede llegar a escribir un libro inmejorable y que, por lo tanto, no hay que darse por vencido a la hora de luchar por su esquiva pero posible existencia. Está claro -es casi seguro- que caeremos en el campo de batalla; pero no nos está permitido rendirnos en el intento de conquista y victoria, porque allí, en el horizonte, nos vigila la luminosa sombra de Crónica de una muerte anunciada.
No sé, no estoy del todo seguro de si esta prueba incuestionable de que se puede escribir algo a lo que no le falta una palabra ni le sobra una coma es algo que me corresponda agradecerle como intimidado colega a García Márquez; pero lo cierto es que jamás podré agradecérselo lo suficiente como extático lector.
Así se lee también su vida -la crónica de una vida anunciada- y así sigo leyendo yo a Gabriel García Márquez.
Abrir uno de sus libros siempre es irse de viaje, olvidarse de esta supuesta realidad, volver a ese sitio de donde salen todas sus cosas.
Y ahora, que todas esas cosas vuelvan a una autobiografía magistral no sólo es un acto de justicia poética: es, también, un premio para este lector que ahora la lee para vivirla y una recompensa para ese escritor que vivió para contarla.
*Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). Entre sus obras se destacan Mantra (2001) y Jardines de Kensington (2003).
El mexicano
La relación de García Márquez con México comenzó en 1961 cuando por primera vez se fue a vivir a ese país. Regresó en 1981 y no se ha ido
Por: Carlos Monsiváis*
¿Qué es lo mexicano? Quien lo sepa que se calle porque al país no le conviene la divulgación de secretos estratégicos. Afirmado esto, confirmo la sospecha: Gabriel García Márquez es mexicano de cepa, por lo mismo que es colombiano y cubano y español de cepa, porque, entre otra razones, nada le molesta tanto como verse declarado culpable de extranjería literaria, musical y sentimental.
Describo mi experiencia. Lo conocí poco después de su primer arribo a México, en el departamento de Tito Monterroso y Milena Esguerra, y desde el principio (el golpe de vista tarda en convertirse en punto de vista) advertí lo que sabría mucho después: a García Márquez le fastidia conocer las situaciones y los escenarios desde fuera, y como ya estaba enterado de México por amistades, lecturas y películas, se acercó de inmediato a la escritura y la historia del país y la sociedad que para él ya no eran novedosos. A él, supongo porque lo sé, le importan de cada lugar la narrativa, la poesía y la eterna lucha de facciones, porque en esos ámbitos localiza las vetas imaginativas y los detalles primordiales. Y de la amistad ya no opino porque a García Márquez la amistad le resulta otra nación esencial.
Siempre que aquí se habla de política mexicana, García Márquez abre los brazos y declara: "No opino nada porque soy extranjero, y me aplicarían el Artículo 33 de la Constitución de este país (que les prohíbe a los extranjeros inmiscuirse en la política nacional), y a Mercedes y a mí nos fastidiaría irnos. ¡Qué vaina!". Y uno lo oye y respeta su efecto dramático y su ironía. Hace años, le comenté: "En política, mientras dure el PRI, todos somos extranjeros" Y me replicó sonriendo: "No se haga el ingenioso, carajo, sobre la patria no se hacen chistes porque al que lo hace lo nacionalizan". Y se rio.
En la Ciudad de México sus hijos han nacido y se han educado, ellos han vivido y siguen viviendo por estancias muy largas, aquí él con toda amabilidad ha rechazado las invitaciones de varios Presidentes de la República, deseosos de concederle de inmediato la nacionalidad mexicana; aquí también si asiste a un acto público se le concede un lugar primerísimo (en una ocasión oí al maestro de ceremonias presentarlo como "oriundo de Macondo, Oaxaca"), a su entrada a cualquier restaurante se le recibe con aplausos y, por decir algo, es notable la cantidad de amistades que le he conocido (eso sí que es señal de "extranjería": no declararse amigo cercano de Gabo). ¿Qué más digo? Su cordialidad intensa, el conjunto entero de sus virtudes no equivalen al hecho comprobable en cualquier lugar: a él en todos los países, lo nacionaliza: la lectura de su obra. Si una nación, hasta donde esto es posible, lo lee a fondo y con alegría, lo hace suyo y si es un país generoso, acepta compartirlo con Aracataca.
A diferencia de los numerosos autores de los que, con todo respeto, nada más se conoce el nombre ("¡Ah sí, Fulano, aún no lo leo porque no ha salido su película!"), a García Márquez sí se le ha leído y se le ha expropiado. Por lo menos, Cien años de soledad (completo y releído), Crónica de una muerte anunciada, todos los cuentos, Noticias de un secuestro, El coronel no tiene quién le escriba, La mala hora...
¿Cómo defino "la mexicanidad" de García Márquez, así acepte la imposibilidad de la tarea? Desde luego, como la incorporación profunda a un círculo ampliado y ampliable de amigos y amigas; desde luego también, gracias al ejercicio de elementos tan diversos como gustos gastronómicos, vastas lecturas de las que no se ufana, conocimiento sistemático de la política, frecuentación de lugares, entusiasmos literarios (Juan Rulfo, en primer término), comentarios agudos, uso selectivo de los mexicanismos. Una excepción, que tal vez sea la mayor y la única prueba de extranjería: porque al describir los acontecimientos locales los comentarios de Gabriel carecen de animosidad.
Que en México todos o casi todos sepan quien es García Márquez es apenas natural; lo notable es lo que está de su parte: él conoce a bastantes y es amigo muy próximo de algunos y ha intervenido en guiones de películas, y ha dirigido revistas y fue presidente de una comisión del cine, y ha estimulado a escritores y cineastas jóvenes y apoya causas justas... Y, algo primordial, Gabriel selecciona las costumbres y las tradiciones que le interesan y al hacerlo, se aparta de cualquier criterio turístico (para empezar, el de los ansiosos en convertirlo en sitio de una peregrinación). Y todo el tiempo combina su irrenunciable mirada de novelista con el afecto a los elementos que le parecen valiosos. Él pertenece a la especie más rara, los curiosos pertinentes.
* Escritor, periodista, analista político... Es uno de los intelectuales más reconocidos de México: a través de sus escritos ha retratado la realidad de su país desde hace más de 50 años. Su extensa y diversa obra fue reconocida en 2006 con el premio Juan Rulfo que le fue entregado en la Feria del Libro de Guadalajara.

Frases célebres de Gabriel García Márquez
Pensamientos que quedaron plasmados en la monumental obra de un inmortal de nuestra literatura.
“El día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo”.
El otoño del patriarca.

“Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra”.
La mala hora

“Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado”.
El amor en los tiempos del cólera.

“Pues bien: todo eso es cierto, pero circunstancial”, dijo, “porque todo lo he hecho con la sola mira de que este continente sea un país independiente y único, y en eso no he tenido ni una contradicción ni una sola duda”. Y concluyó en caribe puro: “¡Lo demás son pingadas!”.
El General en su laberinto.

“La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Vivir para contarla.

“El oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página”.
Cómo comencé a escribir, en Yo no vine a decir un discurso, recopilación de discursos del Nobel, 2010.

“Su nerviosismo era manifiesto cuando el profesor Gyllensten habló en sueco antes de volverse al colombiano costeño que se puso en pie y miró ante el mundo entero con los mismos ojos relucientes de aquel desventurado muchacho del colegio San José de Barranquilla (...)”.
Gerald Martin, en el libro Gabriel García Márquez, una vida.

“Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo”.
La soledad de América Latina. Discurso de aceptación del Nobel.

“... Se tendieron en la cama, uno al lado del otro, y compartieron sus rencores, mientras el mundo se apagaba y solo iba quedando el cositeo del comején en el artesonado”.
Del amor y otros demonios.

“Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de piedad”. La prodigiosa tarde de Baltazar.
Los Funerales de Mama Grande.

“De pronto notó que se le había derrumbado su belleza, que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer (...)”.
Cuento Eva está dentro de su gato.

“La novela es como el matrimonio: se lo puede ir arreglando todos los días, y el cuento es como el amor: si no sirvió, no sirvió”.
Gabriel García Márquez, una vida, de Gerald Martin.

“El periodismo es una pasión insaciable que solo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad”.
El mejor oficio del mundo, discurso ante la asamblea número 52 de la SIP.

“El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: -Mierda”.
Final de El coronel no tiene quien le escriba.

“Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”.
Cien años de soledad.

“Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto, pero sin acabar de acabarse jamás”.
Cien años de soledad.

“Amaranta (...) creyó que la había picado un alacrán.
-¡Dónde está! -preguntó alarmada.
-¿Qué?.
-¡El animal! -aclaró Amaranta.
Úrsula se puso un dedo en el corazón
-Aquí-dijo”.
Cien años de soledad

García Márquez, en cinco novelas
El narrador colombiano deja una extensa y prolífica bibliografía. Presentamos una selección de imprescindibles
La bibliografía de Gabriel García Márquez comprende una amplia obra repartida en distintos géneros: novela, relatos cortos, teatro y también periodismo. ´Gabo´ fue un destacado periodista que cultivó el reportaje y al que la pasión por la escritura, en sus diferentes verientes, le atrapó de tal manera que le hizo confeccionar algunos de los títulos más destacados de la literatura del siglo XX. A continuación presentamos una selección breve de cinco títulos extraídos de su extensa bibliografía.
La hojarasca (1955): Es la primera novela del autor, que introduce al lector en la vida de Macondo, el lugar imaginario en el que se desarrollará con posterioridad la trama de ´Cien años de soledad´. Otras obsesiones de Gabo, como la transmisión intergeneracional de amores y odios, están aquí presentes. Se empieza a apreciar el uso, por parte de García Márquez, de elementos asociados al 'realismo mágico'.
El coronel no tiene quien le escriba (1961): La interminable espera de un coronel retirado que aguarda su pensión le sirve al escritor para mostrar el desasosiego de todos aquellos que están al albur del destino. Es una de las novelas mejor valoradas por los seguidores del escritor colombiano. El director mexicano Arturo Ripstein la llevó al cine en 1999 con Fernando Luján y Marisa Paredes en el reparto.
Cien años de Soledad (1967): Sin duda, una de las obras cumbre de la literatura universal y que presenta al resto del mundo el concepto de ´realismo mágico´, una singular atmósfera donde fantasía y autenticidad se funden en una sensual repleta de elementos emocionales: amor, rencor, pasión? La saga de los Buendía y el pueblo de Macondo dominan una historia que necesitó de dos años para ser escrita.
Crónica de una muerte anunciada (1981): Un año antes de recibir el Nobel, García Márquez sorprendió a millones de lectores a los que ya tenía subyugados con la historia de un hombre cuyo desenlace queda enunciado en el primer párrafo. Cómo se llega hasta él es lo que describe con maestría el autor en un libro que denota la influencia que el periodismo ha ejercido sobre su escritura.
El amor en los tiempos del cólera: (1985): Otra fantástica y extensa novela en la que ´Gabo´ juega con las aristas inmortales del amor, un ingrediente fundamental en sus historias. Posee un emocionante final y el propio autor admite que se basó en la historia de sus padres para escribirla. Fue también adaptada al cine con Javier Bardem y Natalie Portman en los papeles estelares.

Playa Girón y el escritor que se adelantó a la CIA
Por: Gabriel García Márquez
Uno de mis mejores recuerdos de periodista es la forma en que el Gobierno revolucionario de Cuba se enteró, con varios meses de anticipación, de cómo y dónde se estaban adiestrando las tropas que habían de desembarcar en la Bahía de Cochinos.
La primera noticia se conoció en la oficina central de Prensa Latina, en La Habana, donde yo trabajaba en diciembre de 1960, y se debió a una casualidad casi inverosímil. Jorge Ricardo Masetti, el director general, cuya obsesión dominante era hacer de Prensa Latina una agencia mejor que todas las demás, tanto capitalistas como comunistas, había instalado una sala especial de teletipos sólo para captar y luego analizar en junta de redacción el material diario de los servicios de Prensa del mundo entero.
Dedicaba muchas horas a escudriñar los larguísimos rollos de noticias que se acumulaban sin cesar en su mesa de trabajo, evaluaba el torrente de información tantas veces repetido por tantos criterios e intereses contrapuestos en los despachos de las distintas agencias y, por último, los comparaba con nuestros propios servicios.
Una noche, nunca se supo cómo, se encontró con un rollo que no era de noticias sino del tráfico comercial de la Tropical Cable, filial de la All American Cable en Guatemala. En medio de los mensajes personales había uno muy largo y denso, y escrito en una clave intrincada. Rodolfo Walsh, quien además de ser muy buen periodista había publicado varios libros de cuentos policiacos excelentes, se empeñó en descifrar aquel cable con la ayuda de unos manuales de criptografía que compró en alguna librería de viejo de La Habana. Lo consiguió al cabo de muchas noches insomnes, y lo que encontró dentro no sólo fue emocionante como noticia, sino un informe providencial para el Gobierno revolucionario.
El cable estaba dirigido a Washington por un funcionario de la CIA adscrito al personal de la Embajada de Estados Unidos en Guatemala, y era un informe minucioso de los preparativos de un desembarco armado en Cuba por cuenta del Gobierno norteamericano. Se revelaba, inclusive, el lugar donde iban a prepararse los reclutas: la hacienda de Retalhuleu, un antiguo cafetal en el norte de Guatemala.

Idea magistral
Un hombre con el temperamento de Masetti no podía dormir tranquilo si no iba más allá de aquel descubrimiento accidental. Como revolucionario y como periodista congénito se empeñó en infiltrar un enviado especial en la hacienda de Retalhuleu. Durante muchas noches en claro, mientras estábamos reunidos en su oficina, tuve la impresión de que no pensaba en otra cosa. Por fin, y tal vez cuando menos lo pensaba, concibió la idea magistral. La concibió de pronto, viendo a Rodolfo Walsh que se acercaba por el estrecho vestíbulo de las oficinas con su andadura un poco rígida y sus pasos cortos y rápidos. Tenía los ojos claros y risueños detrás de los cristales de miope con monturas gruesas de carey, tenía una calvicie incipiente con mechones flotantes y pálidos y su piel era dura y con viejas grietas solares, como la piel de un cazador en reposo. Aquella noche, como casi siempre en La Habana, llevaba un pantalón de paño muy oscuro y una camisa blanca, sin corbata, con las mangas enrolladas hasta los codos. Masetti me preguntó: “¿De qué tiene cara Rodolfo?”. No tuve que pensar la respuesta porque era demasiado evidente. “De pastor protestante”, contesté. Masetti replicó radiante: “Exacto, pero de pastor protestante que vende biblias en Guatemala”. Había llegado, por fin, al final de sus intensas elucubraciones de los últimos días.
Como descendiente directo de irlandeses, Rodolfo Walsh era además un bilingüe perfecto. De modo que el plan de Masetti tenía muy pocas posibilidades de fracasar. Se trataba de que Rodolfo Walsh viajara al día siguiente a Panamá, y desde allí pasara a Nicaragua y Guatemala con un vestido negro y un cuello blanco volteado, predicando los desastres del apocalipsis que conocía de memoria y vendiendo biblias de puerta en puerta, hasta encontrar el lugar exacto del campo de instrucción. Si lograba hacerse a la confianza de un recluta habría podido escribir un reportaje excepcional. Todo el plan fracasó porque Rodolfo Walsh fue detenido en Panamá por un error de información del Gobierno panameño. Su identidad quedó entonces tan bien establecida que no se atrevió a insistir en su farsa de vendedor de biblias.
Masetti no se resignó nunca a la idea de que las agencias yanquis tuvieran corresponsales propios en Retalhuleu mientras que Prensa Latina debía conformarse con seguir descifrando los cables secretos. Poco antes del desembarco, él y yo viajábamos a Lima desde México y tuvimos que hacer una escala imprevista para cambiar de avión en Guatemala. En el sofocante y sucio aeropuerto de la Aurora, tomando cerveza helada bajo los oxidados ventiladores de aspas de aquellos tiempos, atormentado por el zumbido de las moscas y los efluvios de frituras rancias de la cocina, Masetti no tuvo un instante de sosiego. Estaba empeñado en que alquiláramos un coche, nos escapáramos del aeropuerto y nos fuéramos sin más vueltas a escribir el reportaje grande de Retalhuleu. Ya entonces le conocía bastante para saber que era un hombre de inspiraciones brillantes e impulsos audaces, pero que, al mismo tiempo, era muy sensible a la crítica razonable. Aquella vez, como en algunas otras, logré disuadirle. “Está bien, che”, me dijo, convencido a la fuerza. “Ya me volviste a joder con tu sentido común”. Y luego, respirando por la herida, me dijo por milésima vez: Eres un liberalito tranquilo.
En todo caso, como el avión demoraba, le propuse una aventura de consolación que él aceptó encantado. Escribimos a cuatro manos un relato pormenorizado con base en las tantas verdades que conocíamos por los mensajes cifrados, pero haciendo creer que era una información obtenida por nosotros sobre el terreno al cabo de un viaje clandestino por el país. Masetti escribía muerto de risa, enriqueciendo la realidad con detalles fantásticos que iba inventando al calor de la escritura. Un soldado indio, descalzo y escuálido, pero con un casco alemán y un fusil de la guerra mundial, cabeceaba junto al buzón de correos, sin apartar de nosotros su mirada abismal. Más allá, en un parquecito de palmeras tristes, había un fotógrafo de cámara de cajón y manga negra, de aquellos que sacaban retratos instantáneos con un paisaje idílico de lagos y cisnes en el telón de fondo. Cuando terminamos de escribir el relato agregamos unas cuantas diatribas personales que nos salieron del alma, firmamos con nuestros nombres reales y nuestros títulos de Prensa, y luego nos hicimos tomar unas fotos testimoniales, pero no con el fondo de cisnes, sino frente al volcán acezante e inconfundible que dominaba el horizonte al atardecer. Una copia de esa foto existe: la tiene la viuda de Masetti en La Habana. Al final metimos los papeles y la foto en un sobre dirigido al señor general Miguel Ydígoras Fuentes, presidente de la República de Guatemala, y en una fracción de segundo en que el soldado de guardia se dejó vencer por la modorra de la siesta echamos la carta al buzón.
Alguien había dicho en público por esos días que el general Ydígoras Fuentes era un anciano inservible, y él había aparecido en la televisión vestido de atleta a los 69 años, y había hecho maromas en la barra y levantado pesas, y hasta revelado algunas hazañas íntimas de su virilidad para demostrarles a sus televidentes que todavía era un militar entero. En nuestra carta, por supuesto, no faltó una felicitación especial por su ridiculez exquisita.
Masetti estaba radiante. Yo lo estaba menos, y cada vez menos, porque el aire se estaba saturando de un vapor húmedo y helado y unos nubarrones nocturnos habían empezado a concentrarse sobre el volcán. Entonces me pregunté espantado qué sería de nosotros si se desataba una tormenta imprevista y se cancelaba el vuelo hasta el día siguiente, y el general Ydígoras Fuentes recibía la carta con nuestros retratos antes de que nosotros hubiéramos salido de Guatemala. Masetti se indignó con mi imaginación diabólica. Pero dos horas después, volando hacia Panamá, y a salvo ya de los riesgos de aquella travesura pueril, terminó por admitir que los liberalitos tranquilos teníamos a veces una vida más larga, porque tomábamos en cuenta hasta los fenómenos menos previsibles de la naturaleza. Al cabo de veintiún años, lo único que me inquieta de aquel día inolvidable es no haber sabido nunca si el general Ydígoras Fuentes recibió nuestra carta al día siguiente, como lo habíamos previsto durante el éxtasis metafísico.

Gracias, maestro Gabo
Por: Jaime Abello Banfi*
Nuestro querido Gabriel García Márquez se ha ido físicamente, pero permanecerá vivo entre nosotros a través de sus ideas, sus textos, su memoria en millones de personas que lo amamos en todo el mundo y el legado representado en el trabajo de sus fundaciones y escuelas de periodismo y cine. En su fundación en Cartagena, la FNPI, nos sentimos orgullosos de haber disfrutado la guía, acompañamiento y amistad del Gabo periodista y educador, comprometido a fondo con el periodismo como una pasión de toda la vida y como una forma de ejercer ciudadanía activa.
Gabo vivió una vida plena e incomparable. Lo recordaremos como un creador genial, un ser humano lleno de sabiduría, humor y ternura, un trabajador incansable, que supo mostrarnos que la mejor manera de aprovechar un trayecto vital es siguiendo la vocación personal, con la terquedad y disciplina que dan cimiento al talento y la pasión.
Gabo nos deja su fuerza. Asumimos con seriedad y entusiasmo, de la mano de nuestros maestros y aliados, la responsabilidad de que cada día más periodistas de Iberoamérica puedan conocer sus ideas, estudiarlas, aplicarlas e incluso cuestionarlas, pero siempre con la convicción de que este es un oficio de carpinteros, que se aprende y se perfecciona con la práctica, escuchando a la gente y despertando los sentidos para ver lo que nadie más ve, para que las sociedades se informen mejor.
Gracias, Gabo. Gracias, maestro de maestros. Cumpliremos tu mandato; seguiremos adelante con tus talleres, tu Premio, trabajando de muchas formas por una nueva y creativa época para el mejor oficio del mundo.
Los invito a visitar www.fnpi.org donde hemos preparado un sitio especial para homenajear al maestro.
*Director General de la Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI)
Fuentes: AFP, EFE, El Colombiano, Colprensa, El Tiempo, Semana, Milenio

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