domingo, 31 de enero de 2010

Un paseo por la Cartagena donde vive Gabo

Homenajeado en Cartagena por la Real Academia Española, un Gabo de ochenta años bailó vallenatos en la calle hasta la madrugada. Así lo recuerda Ángeles Maestretta*.
Era miércoles en la noche. El lunes había sido la gran fiesta. El temblor, la reticencia, las palabras de los amigos, la voz de García Márquez contando el cuento del cómo de sus cuentos ante un público entregado a entregarle todo el cariño de mundo. En Cartagena. Un millón de ejemplares de Cien años de soledad publicados por la Real Academia de la Lengua y una celebración de sus pares como no ha recibido ningún otro escritor vivo. Nada más arduo para él que aquel revuelo y nada más diáfano y alegre. Cayeron del techo miles de papeles amarillos y tantos aplausos como podían caber en el teatro. Justo ahí, en la ciudad iluminada y ardiente que es Cartagena.
Luego, cuando se fueron los reyes de España, el Presidente de Colombia, el presidente Clinton y el aire que al moverlos cambia nuestro aire, una calma de mar suelto y horizonte claro se instaló en el salón de la casa. El Gabo estaba tumbado en un sillón blanco, vestido de blanco y con el gesto preso de la blanca inocencia que da el sentirse querido y libre al mismo tiempo. Ya pasó y no pasó nada, parecía oírse por la casa en calma.
Las visitas comieron carimañolas y arepas con huevo, vino con burbujas y agua de guayaba. La dueña de la casa contó historias de amor y barbarie. El dueño volvió en sí para mirar las cosas con el arraigo suave con que las mira. En Cartagena.
El siguiente miércoles salieron para cenar en un sitio cálido y legendario llamado La Vitrola. Estaban ahí varios de los enfiestados de la semana. En Cartagena.
La mesa se aprieta contra dos ventanas que hacen esquina. Es para ocho comensales, pero resguardó el hambre de diez. El salón da a la muralla y a una calle angosta, como son las calles de la Cartagena colonial. Pasaba la gente y metía sus ojos como sin querer por el vidrio que avisaba fiesta. Al rato se acercó un mesero: que ahí hay una señora preguntando si puede tomarle a usted una foto con su hijo. Gabo dijo que sí y la señora entró con un niño gordito y apenado hasta el sonrojo. Tomó la foto.
Se fue dando un abrazo. Luego llegó a la puerta una mujer que preguntó si podían llevarle un libro a don Premio para que le pusiera una firma. Don Premio dijo que sí firmaba, que pasara la señora. Al rato había en el lugar una respetuosa peregrinación a cuentagotas que no cesó hasta que la noche amenazó con volverse madrugada y llegó la hora de dormir, si es que hay alguna en semejante coloquio de ciudad.
Afuera empezó entonces un estrépito de gallos y charolas provocado por un grupo de músicos tocando el vallenato conocido y reconocido como La gota fría. Vuelto a nacer a las tres de la mañana, don Premio, que hacía un minuto parecía cansado, se echó a bailar a media calle, en Cartagena.
“Me lleva él o me lo llevo yo,
pa’ que se acabe la vaina.
Moralito a mí no me lleva,
porque no me da la gana”.
Uno de los más célebres y viejos compositores de vallenatos, Emiliano Zuleta Baquero, compuso esta canción que trata de dos cantantes que se retan para saber quién es el mejor. Y eso del “me lleva él o me lo llevo yo” es la breve y aterradora reflexión de uno de ellos. “Y cuando me oyó cantar/ le cayó la gota fría”, dice quien se da por ganador.
La guaraguacha es un instrumento de metal parecido a un rallador de queso al que se rasca con una suerte de peine inmenso de dientes muy largos. Solo el hombre que lo hacía sonar, escandalizaba como un baterista con veinte platillos. Había un acordeón que todo lo rige cuando suena un vallenato y varias guitarras, chicas y grandes. Cantaba el que podía y todos pudieron. Una boruca que arrancaba el alma tomó la esquina de la ciudad amurallada. Don Premio bailaba con los brazos extendidos hacia adelante y la sonrisa mejor que se le vio en toda la semana. Una sonrisa que por fin resolvía su timidez desatándola.
Y todo el que andaba la calle se echó al bailongo. Hasta un par de fotógrafos, unos turistas desvelados, los meseros que iban cerrando el lugar y los últimos comensales que iban saliendo al aire tibio de la noche. “Es que esto es lo mío”, dijo don Premio y alguien, que bailaba cerca, pensó que todo lo otro también era suyo. Toda la otra celebración, la solemne, la de la Academia, la de sus pares, todo se lo había ido ganando con la música de su propia invención. No porque sea don Premio ni porque esa fuera la semana de su fiesta, sino porque es un hombre que está feliz en este planeta y que contagia la sorpresa y el fervor con que vive. Y algo va y viene de la música suya a la música nuestra.
¿Por qué García Márquez? Si uno es escritor, ¿por qué no cantar “me lleva él y me lo llevo yo”? Ni modo, y qué bueno. Aunque al leerlo, algunas veces nos caiga ‘la gota fría’, y haya que ponerse a darle vueltas al cómo tenerlo cerca y escribir haciéndose cargo de que algo suyo hay bajo el aire de nuestras alas, aunque nuestro vuelo y nuestro baile tengan que ser distintos. En su mismo siglo nos tocó vivir, bailar con él y bailar con nuestros propios ángeles.
Difícil y prodigioso ser escritor al mismo tiempo que don Premio. Que me lleve él y me lo llevo yo, vale cantar para vivir cerca de él, sin agobiarse. ¿Quién sabe qué mal quiso compensar la fortuna cuando puso en el siglo veinte la vida y los milagros del Gabo García Márquez? ¿Quién sabe de dónde sale el genio? ¿Quién la razón por la cual el destino nos lo acerca, como al agua? Que las estrellas lo adivinen, a nosotros nos tocó atestiguarlo.
Ver a García Márquez andar el mundo con sus ojos en vilo y sus palabras en el aire ha sido uno de los grandes prodigios que nos ha dado el siglo. No se juega con el amor ni con la historia ni con los cuentos de la tierra y el río. O se juega para ganarles, como ha hecho el Gabo. De semejante triunfo hemos sido testigos sus lectores, que siempre somos sus amigos.
Leer a García Márquez y quererlo es algo que sucede al mismo tiempo. Uno lo admira con la misma naturalidad que a las jacarandás, y del mismo modo se acerca a su prodigio. Lo quiere como a la Luna, porque, como la Luna, le pertenece a cada quien de distinto modo y a todos tanto como quieran gozarla. Ahí está.
Es un escritor generoso y cercano como no hay otro. Nadie ha sido tan pródigo con su talento y tan drástico con su audacia. En marzo del 2007 cumplió ochenta años, como podría cumplir tres mil.
No sé si haya existido un tiempo en el que los humanos estuvieran orgullosos de su especie, sé que el espejo que ha puesto García Márquez frente a nuestros ojos nos asombra con los seres excepcionales que encuentra para regalárnoslos. Sé que las palabras con que ha dicho el mundo lo mejoran, lo alumbran, nos lo devuelven aliviado de sí mismo.
Solo él sabe cómo lo hace, solo nosotros cuánto se lo agradecemos. Eso y la serenidad con que vive, como si no le pesara el aire.
Nunca lo he visto aburrido, ni siquiera a las cuatro de la mañana, cuando tras una cena larga, repite, a petición popular y como por primera vez, un soneto de Lope:
“Suelta mi manzo, mayoral extraño, pues otros tienes tú de igual decoro; deja la prenda que en el alma adoro, perdida por tu bien y por mi daño”.
Poesía de la Edad de Oro; es lo suyo y es él. Nunca está harto de andar en la fiesta de vivir entre los demás, como los demás. No lo he visto ni una vez hablando mal de alguien y le tiene paciencia a la tarde, a la música de otros, al tiempo en que firma, por casualidad, en el lugar más inesperado, cientos de libros en una hora.
Leerlo es quedar presos de él, encantados igual que estarán nuestros nietos y sus descendientes y todo el que sobreviva al calentamiento global y a cualquier otro cataclismo. Solo que nosotros, los desaforados habitantes de estos siglos, hemos compartido con él sus milagros, sabemos cómo son las cucharas, la música y el arroz en sus años y los nuestros.
¿Quién gobernaba España mientras Cervantes escribía El Quijote? ¿Quién gobernaba Viena mientras Mozart hacía prodigios con la música que le cruzaba la imaginación? ¿Quién gobernaba Florencia mientras Leonardo se preguntaba cómo volar? No importa. Ya nadie se acuerda, nadie siente en su piel ni las guerras ni los desafíos de tales señores. En cambio, cada día y todos los días, algo de la estirpe de estos genios arropa nuestra vida. Lo mismo sucederá con García Márquez.
¿Quién gobernaba nuestro mundo mientras él, niño pintando la pared en su casa de pueblo, periodista, náufrago, testigo imaginario y presencial, marido de Mercedes, genio y cómplice de todos nosotros, lo contaba? Tampoco se sabrá.
En cambio cómo eran los hombres, los peces de oro, las mujeres de lumbre, las piedras, la música, los eclipses, las dichas y desdichas que cuenta el único clásico vivo que conocemos, se sabrá para siempre. Y alguien, algún poeta después de la siguiente era glacial, terminará una cena con amigos repitiendo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

*¿Quién es Ángeles Mastretta?
Escritora y periodista, nació el 9 de octubre de 1949 en Puebla, México. Es egresada de la carrera de Comunicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y ejerció el periodismo. Como narradora, su primera novela, Arráncame la vida, ha sido llevada al cine en el 2008. En 1997, su novela Mal de amores obtuvo el premio Rómulo Gallegos. Mujeres de ojos grandes, Puerto libre y El cielo de los leones son otras de sus obras.

Texto y fotos: Diario El Universo

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