sábado, 31 de octubre de 2009

La guerra del narco

Por: Cristian Alarcón, desde México
A Javier Valdez, el cronista que mejor cuenta el narcotráfico en México, le gusta prepararle el desayuno a su hijo cada mañana en la cocina de su casa en Culiacán, Sinaloa. Es el momento cuando el chico suele tenerlo para él, cuando le hace las preguntas que lo inquietan, sobre todo después de que un comando hizo explotar una granada en las oficinas de Río Doce, el periódico donde trabaja su padre. “Papá, tengo miedo. ¿Te pueden matar?”, le dice el pibe, y Javier –un hombre de pelos pirincho y barba bien recortada en los ojos chinos y radiantes, la mirada sensible compite con el porte rudo– lo traquiliza: que claro que no, que no hay que tener miedo porque allí está él y nada malo va a pasar. Es sólo que la ciudad está revuelta, caliente, y ahí afuera suelen darse tiros que perforan blindados, unos batos a los que les gusta banderear con sus cuernos de chivo, como le dicen a las AK47; y ya, mejor disfrutemos la comida, que el día es largo, hijo.
El día puede ser tan largo como impredecible para un periodista mexicano que se dedica a seguir la huella que deja el paso de la violencia. Mucho más desde que el presidente Felipe Calderón, apenas asumió, débil, acusado de fraude y por una diferencia mínima, declaró con una retórica aprendida ya en tiempos de Fox, “la guerra contra el narco”. El pequeño y enjuto hombre de pocas pulgas que gobierna el país leyó bien las encuestas –que nunca han dejado de decir la misma cantinela—y se decidió a ganarse el apoyo popular con la vieja receta de la mano dura contra un enemigo con aspecto de monstruo. Las grandes organizaciones criminales mexicanas, divididas por intereses económicos sobre el tráfico en todo el territorio, el control de plazas y el mercado norteamericano, les han dado de comer a Calderón y al discurso bélico: la performática de la violencia –como la define la antropóloga Rossana Reguillo– no ahorra en innovaciones y creatividad a la hora de matar. El corte de cabezas, el descuartizamiento, los cuerpos colgados en los puentes de la frontera, las bombas y sus esquirlas, la muerte de inocentes en tiroteos despiadados entre grupos de sicarios y policías o militares, le ponen sal a la herida magnificada hasta el hartazgo por Calderón.

Javier Valdez lleva veinte años reporteando el narco, siempre en la ciudad de Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, patria del Chapo Guzmán, capo de la organización que lleva el nombre de sus pagos. Conocido como el Cartel de Sinaloa, el grupo se ha dividido –los hermanos Beltrán Leyva se aliaron con los Carrillo Fuentes del Cartel de Juárez– y el reguero de sangre que deja la pelea por el territorio se estampa en las paginas de Río Doce bien contado, bien investigado, y –lo más extraordinario para México– sin presiones ni autocensura. Río Doce es un medio pequeño, independiente, propiedad de cuatro periodistas que pusieron en él sus ahorros y no se han dejado callar ni apretar. No son muchos en este país de grandes corporaciones, pero los hay. Sí está lleno de periodistas que viven cubriendo el narcotráfico y lo hacen con miedo y la prevención del que mira para atrás en el callejón oscuro, por pura costumbre. Esos mismos periodistas, sobre todo en los medios del interior mexicano donde las grandes organizaciones criminales se allanan el camino con el ofrecimiento de sobresueldos o la amenaza de una muerte dolorosa, conviven con la sospecha sobre sus propios colegas. En algunos medios, nadie está seguro de quién puede ser el delator, de quién acepta el sobre mensual de un capo porque, además, claro está, en los diarios se cobran salarios miserables. Cada diario de la frontera merecería un reportaje en profundidad sobre cómo se trabaja en el límite con lo siniestro.
Javier Valdez tiene muchos miedos, y se los conoce como los pelos de la barba que se cuida y emprolija cada mañana. No los desdeña, no los deja pasar ni los niega: los mira de cerca, como quien busca en ese síntoma la tranquilidad que sólo viene por precaución, seriedad y experiencia. Esta semana, en el seminario “Narcotráfico y violencia en las ciudades de América Latina: retos para un nuevo periodismo”, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano –dirigida por el Nobel Gabriel García Márquez–, Javier habló para medio centenar de periodistas, académicos, guionistas, escritores que llevan años trabajando en historias e investigaciones sobre el narcotráfico. “No es motivo de vergüenza tener miedo, yo sí ando con el culo en la mano, así hago mi trabajo –nos contó–. No está prohibido tener miedo. Hay que enfrentar el miedo. En Culiacán, el miedo es latente. En Culiacán, es un peligro estar vivo. Vivir ahí da miedo, pues los pistoleros no son limpios en su trabajo: traen consigo armas duras, cualquier persona es capaz de morir por estar trabajando o caminando por la calle. Los sicarios disparan sin preguntar a las gentes que están alrededor de la víctima. El narco, al igual que el miedo, es una forma de vida”.
El miedo asume formas distintas en cada quien, y se vuelve una presencia palpable, audible, a medida que el peligro se siente más cerca. Para Francisco Castellanos, corresponsal de la revista Proceso en Morelia –patria grande de la Familia Michoacana, famosa por imponer el decapitamiento como práctica común en las ejecuciones– es el miedo a volver a ser secuestrado por los capos para obligarlo a hacer una entrevista. Para Alejandro Almazan, gran cronista de la revista Emeequis y autor de la novela Entre perros, es volver a cometer la pendejada de dejarse llevar a un oscuro rincón de Ciudad Juárez por un guía poco conocido que lo abandonó ante los narcos y tener que huir de la ciudad temblando. O el miedo, dice Alejandro, es enterarse justo después de publicar un reportaje con un capo que otro grupo masacre a los familiares de su entrevistado, uno por uno, cada día, hasta llegar a viente. Y verse el cronista Almazan amenazado y cuidado por dos policías que le dicen: “Igual, no te aflijas, porque si te quieren matar, por más que estemos nosotros, igual te van a matar”. El miedo en México se respira. Se huele. Se puede palpar como a un arma cargada y celosa escondida en el sobaco.

El seminario que se hizo el lunes y martes pasado en el Museo Rufino Tamayo del DF no puede resumirse aquí. Se podrá consultar todo lo dicho en la página de la FNPI. Sólo habría que subrayar. El periodista Diego Osorno, del diario Milenio, pronto a publicar un libro sobre el Cartel de Sinaloa, se remontó a las cifras para desmitificar la guerra contra el narco creada por Calderón. “La desnutrición y el hacinamiento que provoca la propagación de la tuberculosis matan más que los cuernos de chivo, y eso es ignorado”, dijo y marcó las cifras: 17 mil muertos por la mafia, contra casi 23 mil muertos por la enfermdad curable. El discurso de Calderón entra en crisis en una sociedad que comienza, a través de sus mejores periodistas, a cuestionar la supuesta verdad del monstruo narco. Desde Jorge Castañeda, ex ministro de Relaciones Exteriores de Fox que publica esta semana el libro El narco: la guerra fallida, hasta las crónicas de la vida cotidiana de las víctimas y los protagonistas del narco, marcan la falacia de una guerra ficcionada por el poder para buscar legitimidad. Mientras Calderón se reúne con Álvaro Uribe y renuevan su misión de luchar contra el narcotráfico, Javier Valdez en Culiacán enfrenta las esquirlas y el miedo con palabras: no sólo las que ofrece en su columna semanal Mala Yerba, sino las que ahora escribió en su libro Miss Narco, historias de mujeres en los lodazales del Chapo. Mientras 50 mil hombres armados por Calderón no han cambiado nada del horror que viven los mexicanos, estos cronistas lo hacen sólo con palabras. Como las que Javier le entrega a su hijo por las mañanas. “Nada nos pasará, hijo, tranquilo, no está tan malo tener miedo, así nos cuidamos, sigamos con el desayuno”.

Fuente:
Crítica de la Argentina

Otras Señales

Quizás también le interese: