sábado, 26 de abril de 2008

Rosario coquetea con el Paraná

El gran puerto fluvial argentino vive una apasionante transformación
Por Edgardo Dobry, para El País
Unos silos convertidos en museo de arte moderno, el Macro, y viejos edificios portuarios que acogen restaurantes y bares. Orgullosa y coqueta, la ciudad renace impulsada por la demanda de soja.
La forma más usual de llegar a Rosario es por la autopista que la conecta con Buenos Aires: 300 kilómetros, cuatro horas en colectivo (autobús) desde la estación capitalina de Retiro; una distancia poco menos que insignificante para las dimensiones argentinas. El viajero que ha atravesado el vértigo de las avenidas porteñas y ha recorrido miles de kilómetros para alcanzar los glaciares patagónicos o las cataratas del Iguazú encontrará, ya en ese trayecto por carretera, la pista del ritmo rosarino, una cadencia dulce donde se puede reposar sin perder el pulso urbano. Ese viaje es, por otra parte, una buena manera de otear la denominada Pampa húmeda, una planicie perfecta: apenas hay alguna elevación del terreno, y alguna curva, en esa carretera y en todo lo que la rodea hasta el lejano horizonte.
Hasta hace pocos años, la entrada a Rosario por el bulevar Oroño, la avenida que empalma con la autopista, tenía algo desolador: la ciudad mostraba una chatura gris, como si la propia planicie la aplastara; la indigencia era visible en los barrios improvisados alrededor de las vías del ferrocarril, ya en desuso. Hoy, al contrario, el viajero que llega de Buenos Aires se encuentra con un enorme casino en construcción, un bulevar limpio y bien iluminado y, más allá, el parque Independencia, el espacio verde más importante de la ciudad.
Quien no abandone el bulevar Oroño y lo siga hasta el final, después de ver algunas de las casas señoriales de Rosario -muchas de ellas convertidas en clínicas o universidades privadas- terminará encontrándose con el origen de la ciudad, y su mayor atractivo natural: el Paraná. Un majestuoso río americano de llanura que corre a desaguar en el río de la Plata; en la ribera de enfrente, una sucesión de islas, arroyos e islotes bañados a lo largo de decenas de kilómetros.
Aquí mismo, donde el bulevar Oroño se toca con el río, unos antiguos silos se han reconvertido en un original museo de arte moderno, el Macro, a cuyos pies se encuentra un bar sobre el río, uno de los lugares más atractivos del nuevo Rosario. Más allá, la vista, al perderse en las reverberaciones del sol sobre el hipnótico caudal de agua marrón, se encuentra con el puente de casi 60 kilómetros de largo que une Rosario con Victoria -las provincias de Santa Fe y Entre Ríos-, una infraestructura que fue una quimera durante décadas y que se inauguró en 2003. Muy cerca de aquí se ubica la antigua estación de trenes Rosario Norte, donde actualmente tienen su sede la Secretaría de Cultura de la Municipalidad y el Museo de la Memoria, la primera institución en Argentina destinada a investigar y documentar los crímenes de Estado cometidos por la última dictadura militar.
Un tren de alta velocidad
En Argentina, el trazado ferroviario fue enteramente obra de ingleses, y Rosario Norte es una bella muestra de estación típica de principios del siglo XX. Desde aquí se tomaba el tren que iba a Buenos Aires, en desuso desde hace años. Hace pocas semanas, la presidenta de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, y el flamante gobernador de Santa Fe -Hermes Binner, ex intendente de Rosario y primer mandatario provincial socialista de la historia argentina- acaban de firmar un acuerdo para poner en marcha un tren de alta velocidad que volverá a unir Rosario con Buenos Aires.
En efecto, en unos pocos años, una ciudad decaída y pobre, castigada como pocas por la crisis productiva que condenó a la ruina su cinturón industrial, se transformó en una localidad coqueta y orgullosa, con un auge de la construcción en la que, en los edificios de calidad premium que se construyen en la ribera del Paraná, muchos extranjeros están comprando apartamentos de vistas espectaculares.
Rosario, que creció con el impulso de su gran puerto fluvial -hasta convertirse en la segunda ciudad argentina, en eterna disputa con Córdoba-, fue llamada la Chicago argentina, por ser la vía de salida a la exportación del gigantesco mercado argentino de cereales, como Chicago lo es para la misma actividad en EE UU.
Pichincha, antiguo barrio prostibulario, que en las primeras décadas del siglo XX fue famoso por sus mujeres de la vida venidas de Polonia o de Rusia, es hoy uno de los centros de la movida nocturna, con numerosos bares y restaurantes que dan ambiente a sus calles empedradas y pobladas de añejas y monumentales tipas (especie de acacias características de Suramérica). Una de las claves de la efervescencia radica en la depreciación de la moneda nacional tras la crisis de finales de 2001, que indujo un rápido auge agrícola en los extensos y fértiles campos santafecinos.
Tradicional zona cerealista, hoy la soja se ha vuelto el monocultivo que ha traído la prosperidad a esta región: quien se siente en cualquiera de los muchos bares con terraza que pespuntean la ribera rosarina verá pasar unos enormes cargueros remontando el Paraná hacia el puerto o bajando la corriente en dirección al río de la Plata y el Atlántico. Ver, al atardecer, una de estas naves imponentes cortar el agua de bronce del ancho río, con las islas verdes detrás, encendidas por el último sol del día, es un espectáculo de una belleza inusual y casi exclusiva de esta ciudad.
El río hace una curva pronunciada hacia el sur: en ese vértice se encuentra el Monumento a la Bandera, icono rosarino por excelencia, que recuerda el lugar donde el general Manuel Belgrano izó por primera vez la bandera argentina, el 27 de febrero de 1812. La mitología quiere que los colores de la enseña patria, azul y blanco, le fueron inspirados a Belgrano por el cielo rosarino; lo cierto es que son exactamente iguales a los de la banda borbónica que usaban los mandatarios del Virreinato del Río de la Plata.

Viejos edificios rehabilitados

La apertura de Rosario al río y la reconversión de los viejos edificios ferroviarios y portuarios en zonas de ocio, centros comerciales, bares y restaurantes es un fenómeno reciente que recuerda al que, a finales de los ochenta, vivió Barcelona respecto del Mediterráneo. No es del todo casual: una de las infraestructuras culturales más importantes de la ciudad, el Centro Cultural Parque de España -una enorme pirámide de ladrillo rojo que fue sede en 2004 del III Congreso Internacional de la Lengua Española, inaugurado por los Reyes-, es obra del arquitecto catalán Oriol Bohígas. Una buena parte del trayecto vial que une el centro de la ciudad con la Florida, el popular balneario fluvial rosarino, cerca del estadio del equipo de fútbol Rosario Central, fue bautizada como Rambla de Catalunya.
El centro de Rosario se articula en torno a la peatonal Córdoba, donde están los negocios y galerías más importantes. La vida social aquí hace honor diariamente a la afirmación de Borges según la cual la amistad es una pasión argentina. Algunos de los bares del centro forman parte nuclear de esa tradición, como el grandioso El Cairo, en la esquina de Sarmiento y Santa Fe, donde durante años atendió uno de los personajes más populares de la ciudad, recientemente desaparecido: Roberto el Negro Fontanarrosa, autor de historietas y de cuentos; varios de éstos surgen de anécdotas relatadas en la mesa de los galanes, que tuvo su lugar en El Cairo primero, y más tarde, en La Sede, ubicada a pocos metros de la Facultad de Humanidades, cuyo gran patio central es el centro de la febril vida estudiantil rosarina. En la misma calle Entre Ríos está la casa natal de Ernesto Che Guevara. Hay un proyecto de convertir esa casa en un museo; por ahora, un cartel más parecido a una señal de tráfico que a un monumento señala el insigne lugar.

Edgardo Dobry (Rosario, Argentina, 1962) es autor de tomos de poesía como El lago de los botes y otras observaciones (Lumen, 2005).

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